La isla de la vida

Muchos años antes, Elisabeth Eidenbenz intuyó que tras las puertas de aquella casa podía avecindarse el porvenir. Sin embargo, nada de eso sabía François Charpentier cuando en 1997 compró por una cantidad irrisoria el viejo palacio de Bardou. Se enamoró del edificio en cuanto lo tuvo delante, y no fue el primero. Otros muchos se habían interesado en los años precedentes por aquella finca situada a orillas de la carretera de Montescot, en tierra de viñedos y a sólo siete kilómetros de la playa. Ocurre que la magnitud de los trabajos que era necesario acometer para convertir aquella ruina en algo parecido a un hogar terminaba por desanimar siempre a los posibles compradores. No fue el caso del mencionado Charpentier, que no quiso reparar ni en los gastos ni en el esfuerzo. En seguida se puso manos a la obra y el cambio no tardó nada en notarse, porque la construcción era en sí misma una pequeña joya arquitectónica que sólo a causa de la desidia llevaba décadas pasando inadvertida para los habitantes de los alrededores. Su historia comenzó cuando en febrero de 1900 el industrial Eugène Bardou, que llegó a ser alcalde de Perpignan durante un breve periodo y había hecho fortuna continuando con el negocio familiar de fabricación de papel de cigarrillos, compró un terreno de ocho hectáreas situado en las proximidades de la villa de Elne, un lugar idílico pero ya entonces sumido en cierta decadencia. Bardou levantó allí, entre 1900 y 1902, lo que él llamó una «mansión de campo» y los lugareños pronto empezarían a conocer como el «palacio de Bardou». Allí vivió la familia los mejores tiempos de la belle époque, en largas etapas que se prolongaron durante casi un cuarto de siglo. Pero Eugène Bardou murió en 1927 y sus herederos volvieron a poner la propiedad a la venta. Esta vez no iba a adquirirla una familia de alcurnia, sino dos agricultores, Pierre y Charles Mirous, que llegaron a ella atraídos por la fertilidad de unas tierras que se pusieron a cultivar de inmediato. La mansión no les interesó especialmente y, de hecho, no llegaron a ocuparla. Pero hagamos una larga elipsis para regresar a finales de la década de 1990, con la familia Charpentier ocupando los salones de su flamante mansión recién rehabilitada. Una tarde, sin previo aviso, alguien llamó a la puerta. Cuando el patriarca acudió a abrir, se encontró bajo el umbral con la silueta de un hombre que con voz temblorosa, en parte por la timidez y en parte por la emoción, dijo: «Perdone las molestias, pero llevaba mucho tiempo deseando venir a conocer este lugar; me llamo Guy Eckstein y nací aquí mismo, en esta casa».

La visita hizo que, de pronto, el pasado se colara en el presente y la historia oculta del palacio de Bardou saliese a la superficie. Se trata de un relato que hunde sus raíces en la barbarie para extraer de ella una luminosa lección y cuyos prolegómenos se remontan a 1937. Ese año, el 24 de abril, llegó Elisabeth Eidenbenz a España. Nacida en Wila (Suiza) en 1913, apenas contaba veinticuatro años de edad cuando, tras estudiar Magisterio y dar clase en escuelas de adultos de Dinamarca, conoció las nuevas corrientes pacifistas y decidió viajar a la capital española integrada en el primer grupo de voluntarios del Servicio Civil Internacional y como parte de la organización Ayuda Suiza a los Niños de España. Allí se mantuvo, entre Burjassot y Madrid, dando auxilio a madres, niños y ancianos hasta que el conflicto llegó a su fin. Se disponía a establecerse de nuevo en su país natal cuando el colectivo del que formaba parte, englobado ahora dentro de la estructura de la Cruz Roja, le pidió que permaneciese en la vertiente francesa de los Pirineos para ayudar a los refugiados que comenzaban a hacinarse en los campos de Argelès-sur-mer, Saint-Cyprien y Rivesaltes. Elisabeth no tardó en comprobar que la situación era verdaderamente crítica: a la comarca del Rosellón, en la que vivían por entonces unas 250.000 personas, habían llegado 300.000 refugiados procedentes de España, obligados a convivir en condiciones insalubres a la misma orilla del Mediterráneo. Las mujeres tenían que dar a luz en condiciones infrahumanas, y el edificio que para tal fin se acondicionó en Brouilla no solucionó el problema. Una mañana, mientras regresaba al campo de concentración de Argelès-sur-mer desde el mercado de la cercana villa de Elne, Elisabeth Eidenbenz vio a lo lejos un caserón en ruinas que llamó poderosamente su atención. Se trataba del palacio de Bardou, que los hermanos Mirous habían abandonado y cuyo usufructo cedieron en alquiler al colectivo solidario del que formaba parte la enfermera. La restauración del edificio costó 30.000 francos suizos, y una vez finalizada la Maternidad Suiza de Elne pudo abrir sus puertas a principios de diciembre de 1939. El primer niño nacería en sus instalaciones el 7 de ese mismo mes.

[Artículo completo en CTXT]

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Elisabeth Eidenbenz / Foto: Maternité Suisse d’Elne

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