Paradiso: 40 años de felicidad

Aún se conserva en la calle del Castro Romano, una de las que configuran la laberíntica trastienda del barrio de Cimadevilla, el local en el que allá por 1976 abrió sus puertas la librería Paradiso. Quien acuda a visitarlo se encontrará con una persiana bajada y llena de grafitis al lado de un garaje que ocupa el espacio en el que también por aquellos años estuvo el cine Brisamar, sala de arte y ensayo ineludible para los cinéfilos de la época. Se ha perdido el ambiente que tuvo que poblar esas latitudes de lo que era un barrio de pescadores con determinados rincones vedados a la gente de bien. La Cimadevilla de 1976 fumaba en los bares, bebía leche de pantera, dirimía disputas a primera sangre en los prostíbulos y asesinaba a Rambal en un segundo piso de la plaza del Campo de las Monjas. Hay quien asegura que ese crimen marcó un antes y un después y que fue el episodio a partir del cual el barrio experimentó una suerte de decadencia lumpen que concluyó en el remanso de paz y apartamentos de medio lujo con el que recibe a los forasteros que se acercan en nuestro tiempo a conocer la breve lengua de tierra donde la ciudad guarda sus orígenes. Lo cierto es que no hay cronista urbano, de Carantoña a Dioni Viña, que no haya consignado este cambio —si para bien o para mal ya va en función del gusto— con el objetivo de certificar que hace varias décadas que nada es ya lo mismo en el tramo que va desde la plaza del Marqués hasta los altos de Santa Catalina.

De hecho, Paradiso no duró mucho en Cimadevilla. José Luis, su propietario de entonces y de ahora, pretendía ser el factótum de un local en el que se despacharan los libros y las músicas que se encontraban con dificultad por estas latitudes, y lo bautizó de ese modo en homenaje a la inconmensurable novela de José Lezama Lima, pero también a un conspicuo local de Ámsterdam que pitaba mucho en aquellas postrimerías setenteras y que todavía sigue abierto. No recuerda en qué fecha exacta puso el barco a navegar, pero sí que tuvo que ser a primeros de año, porque la muerte de Franco le pilló montando el mostrador y las estanterías. Los principios, como siempre, fueron duros. Apenas pasaba gente por aquel recoveco de un barrio ya de por sí controvertido y el cine de arte y ensayo, para qué engañarnos, tampoco atraía mucho público. Todo estaba tan en precario que, baste decirlo a modo de anécdota, el establecimiento carecía de teléfono y su dueño se servía del aparato que tenían en la sidrería El Planeta. Tuvo que acudir a salvar los muebles el azar en forma de estreno. Pasó el Brisamar La naranja mecánica, una de esas películas que había que conocer si uno pretendía estar en el meollo, y la calle del Castro Romano se llenó de progres y de culturetas que hacían larguísimas colas para ver el largometraje y, de paso, reparaban por vez primera en el escaparate de aquella librería que sin hacer ruido acababa de abrir sus puertas en el viejo poblado de pescadores. José Luis había conseguido ediciones sudamericanas de títulos que no habían llegado a editarse en España, y de repente conoció un éxito tan rotundo que aquel local ínfimo no tardó nada en quedarse pequeño, y tuvo que descender hacia el centro de la ciudad en busca de nuevos horizontes.

Los encontró en el número 28 de la calle de la Merced, en un bajo comercial de dimensiones no precisamente homéricas, pero sí bastante más amplias que las del antiguo espacio, y donde hasta aquel momento tenía abierta su tienda Habib Salman, un armenio que se dedicaba a vender tintes. La mudanza fue ardua, pero no tardaron en aparecer amigos dispuestos a arrimar el hombro: Jesús Castañón se ocupó de soldar los hierros que previamente cortaba el padre de José Luis, Jacobo Durán echó una mano con los techos y las baldas y Luis Fueyo, al que las crónicas heterodoxas señalan como uno de los primeros surfistas que existieron en la ciudad, fue el encargado de cargar la pared donde todavía hoy se encuentran los vinilos. También el vehículo del dueño del invento, «una furgoneta hippie», tuvo lo suyo: nada menos que doce viajes hubo que hacer para trasladar todos los bártulos desde el local viejo hasta el nuevo. Fue en ese instante, en 1978, cuando José Luis pensó que necesitaba un ayudante y ofreció el puesto a José María Castañón, que desde entonces ha venido siendo la segunda e indispensable pata de la criatura a la que ambos han dado forma y actitud. José María, a partir de entonces Chema Paradiso para muchos, era cliente de primera hora y venía con la reputación de ser una de las mentes más brillantes de su quinta en la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Oviedo. Hay quien asevera que de casta le venía al galgo, porque su padre no era otro que el eminente Luciano Castañón. Fue éste un intelectual que tuvo el gran mérito de probar en su vida muchas cosas y hacerlas todas bien: escritor, estudioso de todas las Asturias habidas y por haber, coartífice de la Gran Enciclopedia Asturiana y futbolista del Sporting. A su vástago, pues, lo de vivir entre libros le venía de serie, y en Paradiso instaló su segunda casa en aquel 1978 para no abandonarla nunca.

Chema y José Luis, José Luis y Chema, forman desde entonces el tándem que en estas cuatro décadas ha venido nutriendo buena parte de las inquietudes librescas y discográficas de varias generaciones. No son pocos los asturianos que aprovechan sus visitas a Gijón para detenerse un momento en Paradiso, igual que abundan los viajeros que, al recalar en esta villa dibujada como un mascarón de proa encarado hacia el Cantábrico, van por allí buscando en sus estantes esos libros que no siempre es fácil encontrar en las librerías más convencionales. Paradiso es un espacio con carisma —se ha hecho famosa una foto tomada allá por los ochenta que muestra un «Rojos no» pintarrajeado sobre su fachada bermellona— que se ha ganado a pulso un hueco de privilegio en el imaginario sentimental de la ciudad. Ha visto pasar las modas y ha escuchado el resonar de sus ecos. Hizo acto de presencia en el nacimiento de la Semana Negra, apareció en un capítulo de las Historias del otro lado que filmó José Luis Garci y asistió desde un lugar privilegiado al estallido del Xixón Sound. Allí puede uno encontrar cualquier clásico de la lengua castellana al mismo tiempo que da con el último fenómeno indie surgido al otro lado del océano. En Paradiso se mezclan, en hora punta, ex presidentes del Principado y diputados con el escaño casi sin estrenar, ilustres escritores veteranos y juntaletras noveles, promotores de conciertos y periodistas literarios, amigos de toda la vida y enemigos irreconciliables que de pronto se descubren unidos en la búsqueda de un autor común. Todos los que la conocen saben que entre sus paredes se encuentra una de las más consistentes sucursales de la felicidad. En 2011, por su 35º cumpleaños, el Ayuntamiento de Gijón le concedió el María Elvira Muñiz al fomento de la lectura, y fue un reconocimiento justo y necesario. En cuanto se cruza la puerta de Paradiso, puede ocurrir de todo. Cuentan que una vez alguien entró preguntando por un libro inexistente y salió llevando bajo el brazo las obras completas de un poeta imaginario.

[Artículo publicado originalmente en Asturias24]

paradisoxllamas

[Foto: Kike Llamas]

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