Jueves, 28 de enero / Un hombre ha asesinado a su mujer en Avilés. Según dicen, ella llevaba muerta veinte horas cuando las fuerzas del orden irrumpieron en el domicilio conyugal y encontraron el cadáver. También detuvieron al marido, que se encontraba borracho o inconsciente o ambas cosas en el lugar de los hechos. Más allá de la brutalidad, más allá de la necesidad de repetir que la violencia machista no cesará hasta que toda la sociedad adquiera plena conciencia de que hay cosas que no deberían ser ni asumidas ni indirectamente justificadas en un tiempo como el nuestro, lo que llama mi atención es el testimonio de un vecino de la pareja, que cuenta en prensa cómo escuchó desde su habitación toda la pelea o el ataque o lo que fuese sin hacer nada al respecto. Durante quince minutos se mantuvo a la escucha, atendiendo a cómo él la insultaba a ella y a cómo ella le pedía, llorando y por favor, «que no lo hiciese», sin tener la dignidad de salir al portal o telefonear a la Policía o avisar a algún vecino (es lo mínimo) por ver si éste podía tener el valor que a él le faltaba. Aterroriza ese hacer oídos sordos ante las tragedias ajenas por entender que ni nos atañen ni interesan, por esa convicción absurda de que lo mejor es siempre mantenerse al margen, no vayamos a mancharnos inoportunamente si no lo hacemos. Es el primer paso para caer en esa otra aberración tan propia si de machismo se trata, ese estremecedor recurso al «algo habrá hecho», y transigir con lo que no debería transigirse nunca. No será la maldad lo que acabe con nosotros, sino la pusilanimidad.
Viernes, 29 de enero / Buenas y alegres novedades. Me gusta que les vaya bien a los amigos, y ahora mismo tengo dos que están en plena forma. Pablo Rivero publica Érase una vez el fin (Anagrama) e Ignacio del Valle saca de imprenta Soles negros (Alfaguara). Los dos son eso que muy carpetovetónicamente se denomina a veces como «novelistas de raza». Han sido capaces de crear sus propios mundos y moverse por ellos con la solvencia que les da el saberse dueños y señores de unos territorios en los que han puesto de su parte todo lo que importa. El Gijón de Pablo Rivero es un Gijón que apenas tiene que ver con la ciudad real que cualquiera puede ver y pisar, pero a la vez es inconfundiblemente Gijón y es, sobre todo, el Gijón que ya habíamos leído en La balada del pitbull y Últimos ejemplares, donde encuentran acogida todas las miserias humanas. Ignacio del Valle retoma a su carismático personaje de Arturo Andrade para ponerle a protagonizar una trama centrada en los niños robados durante los áridos y acerbos años de la posguerra. Como la amistad es casi siempre un viaje de ida y vuelta, ambos me escriben casi al unísono para preguntarme si estoy dispuesto a presentar sendas novelas a lo largo del mes que empezará en un par de días. No tardo ni un segundo en responderles que será todo un honor.
Sábado, 30 de enero / Se dice, y es cierto, que si todos los que se quejan amargamente de que este Gobierno aún no ha preparado nada para conmemorar el cuarto centenario de la muerte de Cervantes hubiesen leído realmente alguno de sus libros, España sería un país mucho más próspero. Se añade, y no deja de ser verdad, que los españoles tenemos todo el día a Cervantes en la boca y que no pasa un día sin que alguien, en algún confín de la península, se refiera a don Quijote o a Sancho Panza y glose, venga o no a cuento, alguna de sus desventuras. Ocurre que ni una cosa ni la otra justifican que a día de hoy, cuando llevamos ya andado el primer mes de este 2016, no tengamos la menor idea de lo que han previsto Mariano Rajoy y sus muchachos para honrar la memoria de ése a quien hace no mucho exhumó una alcaldesa de su mismo partido sin reparar en gastos. En Inglaterra, mientras tanto, planean una repercusión mundial para su conmemoración shakesperiana. También estamos sabiendo estos días que las medidas fiscales de Montoro están propiciando que muchos escritores veteranos se planteen abandonar la literatura, al verse obligados a elegir entre la pensión que por derecho les corresponde una vez concluida su vida laboral y los derechos de autor que muy legítimamente les generan sus obras. A veces nos ponen las cosas muy difíciles a los que, huyendo del chovinismo, procuramos no caer en las garras derrotistas de quienes aseveran que, peor que en casa, en ningún sitio.
Domingo, 31 de enero / Estamos de mudanza. En unos días cambiaremos de casa y ando guardando como puedo los libros que a lo largo de estos años he acumulado en ésta en la que aún vivo. De pronto me quedo sin cinta para embalar y he de salir a los chinos. La cuestión me intranquiliza porque, ignoro la razón, desde que vivo aquí he sido incapaz de entenderme con los propietarios del comercio oriental del barrio. Cuando hablo de «entenderme» me refiero al sentido más literal de la palabra: cada vez que iba allí preguntando por alguna cosa, ellos me dirigían hacia otra completamente distinta que terminaba comprando porque, gracias a su insistencia, conseguían que pensase que era yo el que estaba equivocado. Si acudía a por unas pinzas de cocina y ellos me mostraban un utensilio para pinchar bien el marisco, ¿cómo podía pensar yo que eso que me daban no eran efectivamente unas pinzas, si yo había descrito a la perfección el utensilio que necesitaba y no podía haber en mis explicaciones un resquicio para la duda? Sofía suele bromear cada vez que reparamos en que nos hace falta algo: «anda, vete a buscarlo a los chinos, a ver qué traes». Esta vez voy a por la dichosa cinta de embalar y consigo traerla a la primera. Es redonda, es marrón, es adhesiva. No puede haber duda. A la hora de pagar trato de hacerme el gracioso y digo: «esta vez me lo habéis puesto fácil». La china, que evidentemente no entiende nada, me mira y se encoge de hombros y luego sigue concentrando su atención en el pequeño televisor que tiene instalado junto a la caja registradora.
Lunes, 1 de febrero / Exhala hoy su último suspiro Canal Plus y a mí me da por recordar el día que el famoso decodificador entró en casa y cómo hasta entonces la caída de aquella niebla blanquecina y estridente, que relampagueaba como luz de discoteca, simbolizaba la irrupción de lo verdaderamente importante. En casa tuvimos Canal Plus relativamente pronto porque mi abuelo enfermó y se vino a vivir con nosotros y de ese modo podía ver tranquilamente los partidos del Barça y el Oviedo, que eran sus dos equipos preferidos. Yo prefería ya entonces las películas y las series y no tardé demasiado en apreciar los informativos, que para los que aspirábamos a dedicarnos a esto del periodismo venían a ser una clase magistral que nos impartían desde la Torre Picasso o los estudios de Tres Cantos. Recuerdo que el primer año de carrera nos llevaron de público a una emisión de Lo + Plus. Entrevistaban aquel día a Pancho Céspedes, aquél que cantaba lo de «esta vida loca, loca, loca, con su loca realidad», y nos llamó mucho la atención que Fernando Schwartz y Máximo Pradera no se hablasen fuera de cámara. Era tan bueno aquel programa que yo fantaseaba en secreto con entrevistar o ser entrevistado alguna vez en aquel plató blanco nuclear que preludiaba la aparición de los siempre añorados guiñoles y simbolizaba la incorporación definitiva del universo catódico a la posmodernidad. Leo algunos artículos sobre la historia de esta cadena, muerta ahora a los 26 años de edad, y me sorprende no hallar referencias a Juan Cueto, que fue su artífice y su ideólogo y para el que Canal Plus no fue tanto un encargo profesional como el resultado de un largo proceso intelectual en el que empeñó los mejores años de su vida.
Martes, 2 de febrero / Me entero por la prensa de que anoche se eligió la canción que representará a España —o, mejor dicho, a Televisión Española— en el festival de Eurovisión. La interpretará a una chica a la que no conozco y lo hará en inglés. La cosa me provoca una risa amarga. Conmemoramos este año el cuarto centenario del fallecimiento de Miguel de Cervantes Saavedra, el mejor escritor de todos los tiempos según opinión común y universalmente aceptada, y la televisión estatal, que es un servicio público y como tal debe velar por una serie de cuestiones, entre ellas la difusión y promoción del buen uso del idioma, llevará como estandarte a un festival de canciones una partitura cuya letra está no en el idioma de Cervantes, sino en el de Shakespeare. «Spain is different», se decía hasta no hace mucho. Y con qué razón.
Miércoles, 3 de febrero / «Escribir en Madrid es llorar», nos dijo Larra. Se ve que el hombre no llegó a vivir nunca en provincias.