Jueves, 4 de febrero / A veces las cosas duelen no por su gravedad, sino por el contexto en el que se producen. «Lo malo no es que venga, lo malo es que venga justo ahora», decimos a veces cuando algo nos coge en mal momento o pensamos que será difícil sobrellevarlo en una situación que juzgamos a priori poco propicia. Hace tiempo que la mayoría de los periódicos decidieron prescindir de la figura del corrector o reducir el número de estos efectivos en sus plantillas, y la medida no debió de tener grandes repercusiones económicas —o al menos no lo interpretaron así los directivos— porque no hubo variaciones al respecto y las páginas de los diarios cada vez vienen con más erratas que en muchos casos tienen difícil justificación. La consolidación de Internet y todo lo que trae consigo, fundamentalmente las prisas por publicar y por saber, han profundizado en el problema y conseguido que hasta lo más fiable se torne impredecible. Esta mañana, en la edición digital de El País, un pie de foto cuenta que un pintor, a sus 83 años, «sigue llendo» a diario al estudio donde trabaja. La errata es advertida y denunciada, pero permanece unos buenos minutos, hasta que alguien se da cuenta y rectifica. Duele que ocurran estas cosas, pero duele más que ocurran en El País, un diario tradicionalmente modélico en muchas cosas y cuyas páginas han sido y son el objeto del deseo de varias generaciones de periodistas. Recuerdo cómo en la facultad un profesor nos decía siempre que El País era el periódico mejor escrito de toda España. Pienso en él y me pregunto si habrá visto también hoy esta misma errata, y si el descubrirla me habrá producido la misma desolación extraña y desabrigada que me ha dejado a mí.
Viernes, 5 de febrero / Yo conocí a Pedro Sánchez antes de que fuese Pedro Sánchez. Hace casi dos años un amigo economista presentó un libro en Madrid, fuimos a verle y resultó que quien le hacía los honores era un diputado muy alto y muy guaperas del que yo no había oído hablar en la vida. Quienes no hemos sido tocados con la gracia del atractivo físico solemos sentir repulsión por aquellos que nos parecen demasiado perfectos, y he de decir que éste fue el caso: aquel tipo era un madelman tan bien diseñado que ya desde el primer vistazo repelía. Tuvimos que terminar la presentación e irnos a tomar una cerveza para descubrir que, contra mis impresiones iniciales, aquel tipo no sólo no era en absoluto despreciable, sino que resultaba bastante simpático y no se veía ni en sus palabras ni en sus gestos el engolamiento que cabía suponer de su apariencia. Todo lo que vino después (su candidatura a las primarias, su victoria, la posterior escalada hacia las elecciones, el lugar en el que quedó una vez celebradas éstas) me cogió tan de sorpresa que hoy recuerdo aquella tarde madrileña como una hilarante broma del destino. Digo esto porque alguna vez me he visto defendiendo a Pedro Sánchez ante quienes le acusaban prematuramente de no tener carisma y porque creo que, en el panorama político actual, le ha tocado en suerte el papel más interesante en tanto que es el único que pasea constantemente por el borde del abismo. Constato que hay gente a la que ha empezado a caerle bien precisamente por esa obstinación en hacer lo que cree que tiene que hacer, remando contra viento y marea. No sé cómo será recordado dentro de unos años, pero hoy por hoy me parece un tipo valiente. A mí no me gustaría nada estar en su pellejo.
Sábado, 6 de febrero / Han detenido a dos titiriteros por representar en Madrid una obra en cuyo transcurso se exhibía una pancarta en la que se ensalzaba a ETA. En España, donde basta un grano de arena para levantar un castillo, el asunto ha calado lo suficiente como para constituir un nuevo casus belli con el que entretener el fin de semana. Si el asunto no fuera tan grave —hay dos personas encerradas injustamente en la cárcel y un Gobierno ufanándose de tal barbaridad, como si hubiésemos vuelto a las épocas en las que cualquier indicio de sospecha bastaba para enviar a alguien al trullo— la cosa sería muy interesante porque da para plantear dos grandes temas. Uno es más terrenal y tiene que ver con la manera en que las administraciones públicas y determinadas instituciones planifican (si es que lo hacen) su política cultural, con qué fines y según qué criterios. La obra que tan mal fario les ha dado a los titiriteros no era para niños, pero aún así se programó a las cinco de la tarde y se anunció como un espectáculo dirigido al público infantil. El otro tema, mucho más abstracto, tiene que ver con las fronteras que se trazan entre la realidad y la ficción, y el modo en el que la primera interviene en la segunda y viceversa. La misma espita de siempre, la que ya hicieron saltar hace no muchos años, cuando Francisco Rico publicó una loa al tabaco en la que aseguraba que no había fumado un cigarrillo en su vida y Arcadi Espada se atrevió a sacar un desafortunado artículo en el que contaba que el escritor Javier Cercas había sido detenido en un burdel de no sé dónde.
Domingo, 7 de febrero / Pablo Iglesias llevó anoche un esmoquin a la gala de entrega de los premios Goya. La imagen resultó chocante porque desde siempre le habíamos oído atacar metafóricamente a las corbatas y asegurar que no era el traje lo que hacía o dejaba de hacer respetables a las personas. Hace no mucho pudimos verle en la Zarzuela, participando en las audiencias que el rey concede a los portavoces de las fuerzas políticas presentes en el Congreso de los Diputados, y acudió allí con la misma ropa de calle con la que le hemos podido ver desde hace algo más de dos años en tertulias televisivas, informativas y mítines. Esto puede ser opinable, pero no reviste mayor gravedad: cada cual es muy libre de expresarse según sus propios códigos, y si él considera que ni el traje ni la corbata tienen por qué ser más que una camisa y unos pantalones vaqueros (algo en lo que en un momento dado puedo estar de acuerdo), no pasa nada si decide acomodar la etiqueta protocolaria a su propio punto de vista. Pero Pablo Iglesias apareció pulcro como un pincel en la gala de los Goya y afirmó ante los medios que iba tan elegante para mostrar su respeto al gremio que le había invitado, y es ahí donde está el problema, porque en el momento en el que pronuncia esas palabras Iglesias, seguro que involuntariamente, está diciendo que rinde a sus anfitriones el respeto que no le inspiran ni el jefe del Estado ni la propia ciudadanía. Habrá quien diga que le traicionó el subconsciente. Yo pienso que sólo fue víctima de un muy lamentable error.
Lunes, 8 de febrero / Viajo en tren a Barcelona. Me gustan estos trayectos largos (diez horas desde que abandono la estación en Oviedo hasta que desembarcamos en los andenes de Sants) porque me permiten instaurar un paréntesis gozoso en el que únicamente debo atender al discurrir del paisaje al otro lado de la ventanilla. Me gustan los contrastes que se dan entre las frondosidades norteñas y las arideces mesetarias, y me gusta ese ver declinar la luz del día a medida que la tarde se hace noche y la jornada se consume poco a poco y el letárgico bamboleo del vagón me aproxima a mi destino. Llevo conmigo la reciente reedición que ha hecho Anagrama de El día del Watusi, la soberbia y nuevamente renacida novela de Francisco Casavella y un ejemplar de bolsillo de la antología de literatura fantástica elaborada por Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares. Me esperan en Barcelona Sergio Gaspar y María Fortuny, que me llevan a conocer la glamorosa Tuset Street, en su día epicentro de la nova cançó y la gauche divine, con parada preferente en el Flash Flash y el Giardinetto. Sergio fue mi editor hace unos años y fue también la persona que me enseñó Barcelona. Por eso cada vez que paso por la ciudad, aunque sea sólo unas horas, le aviso para charlar de nuestras cosas o de las cosas de los otros. De algún modo, mi percepción de esta ciudad no sería la misma de no haberle conocido ni haber dado junto a él los primeros pasos por sus recovecos. En realidad, siempre que vengo aquí termino reservando unas horas para repetir el recorrido que hice con él en aquel viaje inaugural que me sirvió para pisar por vez primera unas calles sobre las que ya había leído tanto que en ningún caso se me llegaron a antojar desconocidas. Es un recorrido que ya no he podido hacer hoy, pero que sin duda haré mañana, y que arranca en la misma plaza de Cataluña para alejarse por la Puerta del Ángel en dirección a la catedral, rodearla, bajar hasta Santa María del Mar desde la Vía Layetana por la calle de la Platería y concluir en los andenes de la Estación de Francia, la misma a la que llegaba Andrea, la protagonista de Nada, cuando llegaba hasta este rincón del mundo para avecindarse en el portal que aún en nuestros días sobrevive en la esquina entre las calles Aribau y Consell de Cent.
Martes, 9 de febrero / Los días en Barcelona siempre acaban siendo días consagrados a la amistad. La entrega del Biblioteca Breve no sólo me proporciona una excusa perfecta para dejar pasar un día en la ciudad visitando los lugares que he ido incorporando a mi pequeño inventario de vicios recurrentes (el carrer del Bisbe, Santa María del Mar, la plaza del Born, la Estación de Francia), sino que me permite abrazar a amigos a los que de otro modo tardaría en ver mucho más de lo que me gustaría. Es tradición abrazar en Barcelona a mi querido Milo J. Krmpotic’, siempre dispuesto a hacer de anfitrión y guiar los pasos del visitante inexperto, pero este año a tan gozoso reencuentro se suma una alegría inesperada: la que llevo al saber que Ricardo Menéndez Salmón es el ganador de la edición de este año. Hace más de diez años que conozco a Ricardo y he venido siguiendo su progresión desde los tiempos en que, con tres novelas publicados, era un perfecto desconocido incluso para sus vecinos. El tiempo y su talento le han ido depositando en el lugar que le correspondía, y me complace comprobar que lejos de estancarse ha sabido dar con las claves para seguir creciendo. El sistema, la novela por la que le han concedido el galardón y que llegará a las librerías a primeros del mes que viene, promete por lo que tiene de avance y compendio, de regreso a las obsesiones ineludibles y de progresión en esa pericia indagatoria que ha venido alumbrando títulos más que notables. Por el gran salón del Museo Marítimo, ubicado en las antiguas dependencias de las Atarazanas Reales, pasan rostros conocidos y apreciados como los de Sergio del Molino, Jordi Corominas, Ignacio Martínez de Pisón, Sergio Vila-Sanjuán, Fernando Marías, Manuel Vilas, Agustín Fernández Mallo, Vicente Luis Mora o el gran Víctor Fernández, que en un aparte me habla de su próximo e inminente libro. Se sientan a nuestra mesa Jorge de Cominges, fundador de la vieja Qué Leer, y la simpar Alicia Giménez Bartlett, cuyas consideraciones sobre Rita Barberá acaban teniendo una enjundia inesperada. Prolongamos la sobremesa charlando con Mario Cuenca y acomodando nuestros huesos en un bar de la Rambla del Raval. Allí los azares acaban configurando una deslavazada tertulia en la que Milo y yo nos acabamos reuniendo con Elena Blanco, Guillermo Busutil y Álvaro Colomer («sólo hay una cosa que me joda más que pasear, y es que me vean paseando», dice en un momento francamente inspirado de la velada). Cuando ya la tarde exhala su último suspiro, me despido para salir en busca de las Ramblas y encaminarme hacia la plaza de Cataluña. He quedado en el Zúrich con Quique, un amigo de los tiempos de la facultad al que veo de pascuas en ramos, siempre poco tiempo y siempre Barcelona, y con el que he sabido mantener una amistad firme y duradera que se ha venido sobreponiendo al tiempo y la distancia. Es cierto que nos separa su afición al Real Madrid, pero también que nos une casi todo lo demás. Al llegar al hotel, ya con la noche cerniéndose sobre el barrio gótico, le envío un mensaje de despedida a Sergio Gaspar, que me contesta, también por escrito, con cuatro palabras: «La amistad es vital».
Miércoles, 10 de febrero / Como mi habitación está en el último piso del hotel y dispone de terraza, puedo darle la bienvenida al nuevo día asomándome al portentoso skyline del barrio gótico, con la aguja novecentista de la catedral recortándose contra un cielo que permite vislumbrar allá al fondo los perfiles contemporáneos de los edificios con que los barceloneses han querido conquistar en este nuevo siglo una porción de mar. Viene cargado el día porque El País publica la lista de calles franquistas que la Cátedra de la Memoria Histórica de la Universidad Complutense ha presentado presuntamente al Ayuntamiento de Madrid para que éste proceda a cambiarles los nombres. En el inventario figuran las calles dedicadas a Salvador Dalí, Gerardo Diego, Manuel Machado, Álvaro Cunqueiro, Miguel Mihura o Azorín, por señalar sólo algunos, y con razón muchos han puesto el grito en el cielo. A lo largo del día va habiendo novedades —vivimos unos tiempos tan veloces que todo se dice y se desmiente en cuestión de horas o minutos, tiempos proclives a lo banal y las erratas, a la frivolización y los desmanes gratuitos— y al final resulta que la mencionada lista no fue elaborada por la Cátedra, sino por un historiador en concreto, y que ni siquiera el consistorio madrileño la ha estudiado o da muestras de tomárselo muy en serio. Con todo, es preocupante que haya quien considere que una mención a Manuel Machado o a Salvador Dalí equivale a defender el franquismo a conmemorar la rebelión militar que lo engendró. Me pregunto qué pensarían Álvaro Cunqueiro o Miguel Mihura, tan socarrones ellos, de saber que algunos creen que Merlín y familia eran una banda de camisas viejas o que los tres sombreros de copa escondían un trío de tricornios prestos a posicionarse ante el pelotón de fusilamiento. Me saca del abatimiento una foto que ha colgado en Internet Fernando Marías. Se trata de una instantánea que debió de tomar ayer, a la vuelta de la comida posterior a la entrega del Biblioteca Breve, y que muestra a un joven leyendo un libro de Kafka en el metro barcelonés. «Un milagro más de la literatura en la ciudad de los prodigios», escribe Fernando en el pie de foto, y es verdad que Barcelona depara sorpresas. Hace justo un año, mientras yo paseaba por estas mismas calles, recibí un mensaje en mi teléfono móvil en el que me anunciaban que la Fundación Antonio Machado acababa de concederme su Premio Internacional de Literatura.