En la casa del pobre

También en el fútbol hay clases. En los salones de los reyes y los condes no rigen las reglas que gobiernan los códigos de los barrizales plebeyos. Lo dijo Bolaño: queremos ver a los grandes maestros ejecutando soberbias sesiones de esgrima, pero nunca descendiendo al fango del dolor, las heridas mortales y la fetidez. Este último terreno se le reserva al proletariado lumpen que, sumido en el espejismo de pretender ser algún día como sus antagonistas, se juega la bolsa o la vida en cada rincón del calendario con la lucidez y la soltura de quien sabe que el final de la partida se acabará resolviendo al todo o nada. Lejos de los despachos en los que se resuelven las deudas multimillonarias a golpe de recalificaciones, y de las tertulias televisivas cuyos participantes hacen pivotar el mundo en torno a los ejes que decide la agencia de publicidad correspondiente, hay un fútbol que sale domingo tras domingo dispuesto a partir piernas o a que se las partan, fieramente abocado a protagonizar perpetuamente el baile de la cenicienta que nunca se convertirá en princesa. Es el más peligroso, pero también el más lúcido, por la sencilla razón de que suelen saber más de la vida quienes han empezado algún que otro mes con descubiertos en la cuenta corriente que quienes se han visto con la vida resuelta a golpe de asignación presupuestaria. Había hace años en el fondo norte un viejo con medio pie en la tumba que resumía la cuestión con una claridad y una apostura mayestáticas: «Yo soy del Sporting porque nunca me dejaron ser otra cosa».

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Por los ríos de Albanta

Hubo una vez una palabra inventada que terminó dando nombre a un territorio imaginario, y hubo un niño que miró el mar desde el puerto de Manila sin intuir que mucho tiempo después se encontraría a sí mismo en la consumación de un recorrido tan coherente como inapelable. Anda Luis Eduardo Aute conmemorando el medio siglo transcurrido desde que empezó en esto de la música, y lo hace entrelazando su pasado y su presente en uno de esos conciertos que sólo pueden permitirse quienes verdaderamente cargan una obra consistente a las espaldas. Tres horas largas, más de treinta canciones y esa sensación final que planea entre el respetable de haber presenciado algo histórico o, como poco, difícilmente repetible: la gozosa celebración de un cancionero que trasciende épocas y generaciones porque tiene la capacidad de situar a cada cual ante el espejo para ponerle a escrutar sus luces y sus sombras, esos recovecos del alma en los que anida el secreto último del animal que somos y también el poso de esa incógnita esencial a la que nunca nos atrevemos a enfrentarnos.

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Apoteosis de cantautor con sombrero

Vino Silvio a cantar como quien acude a proclamar la primavera y el cielo le recibió descorriendo su telón de turbios nubarrones para abrir paso a un sol frío cuya luz anticipaba el fulgor reconfortante de las tardes felices. No habíamos vuelto a saber por estas latitudes del cubano desde que, a últimos del siglo pasado, compareciera junto a Luis Eduardo Aute en la arena del Bibio y había viejas y nuevas cuentas que saldar entre el artista y su público norteño. Trovero de la nueva trova, cantor de la revolución y sus contradicciones, explorador de las penumbras personales y políticas acumuladas en las siete décadas que carga sobre sus espaldas, el viejo cantautor con sombrero —en realidad, visera— desparramó su voz afilada y cristalina por el cancionero de ausencias que ha venido confeccionando con pulcritud y coherencia para entusiasmo de una parroquia ansiosa por entregarse desde el primer minuto, quizás para ver si el calor del alma podía paliar la gelidez de un Palacio de los Deportes reconvertido para la ocasión en un auditorio improvisado en el que nadie avisó al conserje, ay, de que a estas alturas del año aún no resulta prudente apagar la calefacción.

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Los días que pasan [III]

Jueves, 4 de febrero / A veces las cosas duelen no por su gravedad, sino por el contexto en el que se producen. «Lo malo no es que venga, lo malo es que venga justo ahora», decimos a veces cuando algo nos coge en mal momento o pensamos que será difícil sobrellevarlo en una situación que juzgamos a priori poco propicia. Hace tiempo que la mayoría de los periódicos decidieron prescindir de la figura del corrector o reducir el número de estos efectivos en sus plantillas, y la medida no debió de tener grandes repercusiones económicas —o al menos no lo interpretaron así los directivos— porque no hubo variaciones al respecto y las páginas de los diarios cada vez vienen con más erratas que en muchos casos tienen difícil justificación. La consolidación de Internet y todo lo que trae consigo, fundamentalmente las prisas por publicar y por saber, han profundizado en el problema y conseguido que hasta lo más fiable se torne impredecible. Esta mañana, en la edición digital de El País, un pie de foto cuenta que un pintor, a sus 83 años, «sigue llendo» a diario al estudio donde trabaja. La errata es advertida y denunciada, pero permanece unos buenos minutos, hasta que alguien se da cuenta y rectifica. Duele que ocurran estas cosas, pero duele más que ocurran en El País, un diario tradicionalmente modélico en muchas cosas y cuyas páginas han sido y son el objeto del deseo de varias generaciones de periodistas. Recuerdo cómo en la facultad un profesor nos decía siempre que El País era el periódico mejor escrito de toda España. Pienso en él y me pregunto si habrá visto también hoy esta misma errata, y si el descubrirla me habrá producido la misma desolación extraña y desabrigada que me ha dejado a mí.

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Los días que pasan [II]

Jueves, 28 de enero / Un hombre ha asesinado a su mujer en Avilés. Según dicen, ella llevaba muerta veinte horas cuando las fuerzas del orden irrumpieron en el domicilio conyugal y encontraron el cadáver. También detuvieron al marido, que se encontraba borracho o inconsciente o ambas cosas en el lugar de los hechos. Más allá de la brutalidad, más allá de la necesidad de repetir que la violencia machista no cesará hasta que toda la sociedad adquiera plena conciencia de que hay cosas que no deberían ser ni asumidas ni indirectamente justificadas en un tiempo como el nuestro, lo que llama mi atención es el testimonio de un vecino de la pareja, que cuenta en prensa cómo escuchó desde su habitación toda la pelea o el ataque o lo que fuese sin hacer nada al respecto. Durante quince minutos se mantuvo a la escucha, atendiendo a cómo él la insultaba a ella y a cómo ella le pedía, llorando y por favor, «que no lo hiciese», sin tener la dignidad de salir al portal o telefonear a la Policía o avisar a algún vecino (es lo mínimo) por ver si éste podía tener el valor que a él le faltaba. Aterroriza ese hacer oídos sordos ante las tragedias ajenas por entender que ni nos atañen ni interesan, por esa convicción absurda de que lo mejor es siempre mantenerse al margen, no vayamos a mancharnos inoportunamente si no lo hacemos. Es el primer paso para caer en esa otra aberración tan propia si de machismo se trata, ese estremecedor recurso al «algo habrá hecho», y transigir con lo que no debería transigirse nunca. No será la maldad lo que acabe con nosotros, sino la pusilanimidad.

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