También en el fútbol hay clases. En los salones de los reyes y los condes no rigen las reglas que gobiernan los códigos de los barrizales plebeyos. Lo dijo Bolaño: queremos ver a los grandes maestros ejecutando soberbias sesiones de esgrima, pero nunca descendiendo al fango del dolor, las heridas mortales y la fetidez. Este último terreno se le reserva al proletariado lumpen que, sumido en el espejismo de pretender ser algún día como sus antagonistas, se juega la bolsa o la vida en cada rincón del calendario con la lucidez y la soltura de quien sabe que el final de la partida se acabará resolviendo al todo o nada. Lejos de los despachos en los que se resuelven las deudas multimillonarias a golpe de recalificaciones, y de las tertulias televisivas cuyos participantes hacen pivotar el mundo en torno a los ejes que decide la agencia de publicidad correspondiente, hay un fútbol que sale domingo tras domingo dispuesto a partir piernas o a que se las partan, fieramente abocado a protagonizar perpetuamente el baile de la cenicienta que nunca se convertirá en princesa. Es el más peligroso, pero también el más lúcido, por la sencilla razón de que suelen saber más de la vida quienes han empezado algún que otro mes con descubiertos en la cuenta corriente que quienes se han visto con la vida resuelta a golpe de asignación presupuestaria. Había hace años en el fondo norte un viejo con medio pie en la tumba que resumía la cuestión con una claridad y una apostura mayestáticas: «Yo soy del Sporting porque nunca me dejaron ser otra cosa».
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Miguel Barrero (Oviedo, 1980) ha publicado las novelas Espejo (premio Asturias Joven; KRK Ediciones, 2005), La vuelta a casa (KRK Ediciones, 2007), Los últimos días de Michi Panero (premio Juan Pablo Forner; DVD Ediciones, 2008), La existencia de Dios (Trea, 2012), Camposanto en Collioure (Prix International de Littérature de la Fondation Antonio Machado; Trea, 2015) y El rinoceronte y el poeta (Alianza, 2017). También es autor de los ensayos Las tierras del fin del mundo (Trea, 2016) y La tinta del calamar (Trea, 2016; premio Rodolfo Walsh 2017). Codirigió el documental La estancia vacía (2007).