En la casa del pobre

También en el fútbol hay clases. En los salones de los reyes y los condes no rigen las reglas que gobiernan los códigos de los barrizales plebeyos. Lo dijo Bolaño: queremos ver a los grandes maestros ejecutando soberbias sesiones de esgrima, pero nunca descendiendo al fango del dolor, las heridas mortales y la fetidez. Este último terreno se le reserva al proletariado lumpen que, sumido en el espejismo de pretender ser algún día como sus antagonistas, se juega la bolsa o la vida en cada rincón del calendario con la lucidez y la soltura de quien sabe que el final de la partida se acabará resolviendo al todo o nada. Lejos de los despachos en los que se resuelven las deudas multimillonarias a golpe de recalificaciones, y de las tertulias televisivas cuyos participantes hacen pivotar el mundo en torno a los ejes que decide la agencia de publicidad correspondiente, hay un fútbol que sale domingo tras domingo dispuesto a partir piernas o a que se las partan, fieramente abocado a protagonizar perpetuamente el baile de la cenicienta que nunca se convertirá en princesa. Es el más peligroso, pero también el más lúcido, por la sencilla razón de que suelen saber más de la vida quienes han empezado algún que otro mes con descubiertos en la cuenta corriente que quienes se han visto con la vida resuelta a golpe de asignación presupuestaria. Había hace años en el fondo norte un viejo con medio pie en la tumba que resumía la cuestión con una claridad y una apostura mayestáticas: «Yo soy del Sporting porque nunca me dejaron ser otra cosa».

El domingo era uno de esos días que tanto gustan a quienes sobrellevan como pueden la bipolaridad de anhelar constantemente el éxito sabiéndose, de antemano, encarrilados al fracaso. Uno compraba la prensa, tomaba el vermú, iba a comer con la familia y luego dejaba que la sobremesa fuera naufragando morosamente en whisky, sabedor de que la tarde se saldaría con una fiesta o con un funeral. Había en el aire una cierta euforia trágica, como la del héroe que sabe que sólo podrá hacerse con la victoria sacrificando a los mejores de los suyos. Donde otros traficaban con maletines aquí se invocaban complicidades. Contra el silencio claudicante de los palcos sonaban ardorosos cánticos guerreros que intentaban conjurar el tenaz fantasma de lo improbable. Lo decía Alejandro Magno: «Recuerda que de la conducta de cada uno depende el destino de todos». El Sporting no puede presumir de muchas cosas. Tiene una directiva plagada de incompetentes y hasta hace poco al portavoz de sus peñistas se le conocía en España entera por responder a las entrevistas radiofónicas en estado de ebriedad cósmica. En cambio, puede estar orgulloso del coraje suicida que siempre le ha obligado a buscar petróleo donde sus adversarios sondeaban con la idea de hallar, como mucho, una mínima bolsa de agua potable. Si no hubiese hecho bandera de esa obsesión por seguir a toda costa, si no perseverara en el enloquecimiento, si no se dejase el alma coqueteando con lo prohibido, si no fuese osado hasta la autolesión, seguramente no tendría a su lado la fuerza y el bagaje que dan sus bien invertidos ciento y pico años de viaje hacia ninguna parte. Dueño de una gloriosa historia de derrotas que acredita la buena salud de su locura, el Sporting sabe que los triunfos de hoy son las decepciones del mañana, y viceversa, y que por mucho que salga el sol todos los días hay jornadas en las que uno no está para mucho más que para dejarse ir bajo las sábanas. En el equilibrio se nivela la virtud, y la verdadera sabiduría no radica en estar al corriente de todo, sino en saber bien quién es uno y tener plena conciencia de sus limitaciones. Más que ganar o perder, importa que nadie pueda decir que se cayó con apatía o deshonor, porque no hay más títulos en juego que los que da la propia dignidad. El fútbol plebeyo no tiene nada que ver con el fútbol regio y cortesano, pero tampoco lo pretende. En la casa del pobre las alegrías duran menos, pero se disfrutan más.

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[Asturias24, 16 de mayo de 2016]

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