Hablando de Pemán

Llegó a mis manos un artículo en el que se reivindicaba la figura de José María Pemán y recordé una vieja anécdota que contaba el periodista Carlos Luis Álvarez, Cándido. Tuvo que suceder en la segunda mitad de la década de 1950, porque tiene como protagonista a Ramón Pérez de Ayala cuando éste ya había vuelto a España y residía en un piso del número 11 de la calle de Gabriel Lobo. A Pérez de Ayala no le gustaba Pemán, que en aquella época ya lucía con pompa y circunstancia sus galones de escritor oficial del régimen. Decía que sus textos eran «una mezcla de seudofilosofía y casinillo de Jerez», y opinaba que los artículos que publicaba en la tercera página del ABC, y que solían ser muy celebrados por sus lectores y por las instancias oficiales del franquismo, «empezaban con la categoría y acababan superficialmente en la anécdota», justo al revés de como debía ser. Probablemente esa aversión se debía a que Pemán, en su obra El divino impaciente, intentó responder a la sátira contra los jesuitas que Pérez de Ayala había desplegado en la novela AMDG.

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Con Asturias como trinchera

Existe un libro importante para entender lo que fue, lo que tuvo que ser, la guerra civil en Asturias. Se titula Para parar las aguas del olvido y su autor, Paco Ignacio Taibo, relata en él sus andanzas infantiles en el Oviedo de los años que marcaron los prolegómenos, el transcurso y la prórroga del conflicto. Sin embargo, el empeño acaba ofreciendo otras claves que trascienden el mero tono memorialístico y confieren al volumen una singularidad y un valor reseñables a la hora de utilizarlo como fuente desde la que comprender las llagas que el golpe de Estado impulsado por el general Franco y sus acólitos terminaron abriendo en las entrañas de una sociedad ya de por sí proclive al cainismo. Se ha dicho y escrito mucho acerca de las nefastas consecuencias que tuvo la guerra para el acervo cultural de un país que en los cinco o seis años anteriores había intentado luchar a brazo partido para ganarse su puesto en la modernidad, y en ese sentido el libro donde el Taibo adulto rememora los primeros pasos por el mundo del Taibo niño proporciona —más allá de la curiosidad de que algunos de sus compañeros de juegos y lecturas de entonces ocuparan más tarde destacados roles dentro de los ámbitos literario y editorial, como ocurrió en los casos de Ángel González y Manolo Lombardero— un singular retrato del complejo panorama que se comenzó a dibujar en las letras españolas a partir del progresivo descubrimiento de las filiaciones ideológicas de algunas de sus plumas más singulares. El más llamativo, por contundente, es el capítulo que el autor dedica a glosar el abismo que abrió la política entre los integrantes de la Generación del 27. Una ruptura que Taibo expresa con la sencillez de un zagal que sólo puede tirar de sinceridad para cifrar cabalmente la medida exacta de sus decepciones: «Gerardo Diego no supo nunca qué buenos lectores tenía en Oviedo, y tampoco supo nunca qué buenos lectores perdió».

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Las esquelas de Elenita

No sabía yo nada de esta historia que contaba ayer mi amiga Belén Bermejo. Cada 21 de marzo, desde 1994, se publica en El País una esquela recordando el fallecimiento de Elena Lupiáñez Salanova, que perteneció al equipo fundador del periódico y trabajó en él hasta su muerte temprana, a los 40 años de edad. Las esquelas las redacta su marido, José Luis Casaus, que es escritor y fue portavoz de Izquierda Unida en el Ayuntamiento de Madrid. En ellas, va dando cuenta a su difunta esposa de lo que pasa en el mundo y, sobre todo, de las andanzas de sus dos hijos gemelos, Boris y Yuri, a los que llamaron así porque fueron concebidos en Leningrado cuando Leningrado aún no había vuelto a ser San Petersburgo. Son textos breves, concisos, unas veces deliberadamente literarios, otras veces más prosaicos, en ocasiones una simple cita. Casi siempre se puede entrever en ellos un leve toque de ironía. Son, como el propio Casaus dijo alguna vez, palabras dirigidas a la Nada. Sin embargo, he descubierto que poco a poco han ido cosechando un buen número de lectores. Personas que no conocieron a Elenita, así la llama su marido en las esquelas, pero que año tras año van imaginando cómo fue a través de las palabras con las que el hombre que compartió su vida relata lo que les va pasando a quienes la han sobrevivido.

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De Salamanca a ninguna parte

Las redes sociales sirven, sobre todo, para constatar que nos hacemos viejos. Antes, si uno se aburría, tecleaba en Google los nombres de las personas a las que había ido perdiendo la pista por ver si encontraba en la red alguna huella de sus vidas. La llegada de Facebook facilitó mucho las cosas. Me abrí la cuenta en enero de 2008 y lo primero que hice fue ir siguiendo el rastro de los compañeros de la facultad. Enseguida descubrí que ellos habían tenido la misma idea, porque en cuestión de días se tejió una red virtual que me conectó con gente con la que, en el mejor de los casos, llevaba una década sin cruzar media palabra. Eso suponiendo que les recordase, porque a veces me agregaban desconocidos que invocaban un pasado común en las prácticas de Redacción Periodística o alegaban haberme pasado los apuntes de Derecho aquel cuatrimestre en el que se me despistó el tema y casi no aparecí por clase. Yo acogía esas peticiones con generosidad y talante integrador: al fin y al cabo, si no nos habíamos llegado a conocer entonces, bien estaba empezar a conocernos ahora. Por aquellas fechas se cumplieron los diez años exactos de nuestros comienzos universitarios. Alguien colgó una foto de la plaza de San Justo, en la que tanto bebimos, y etiquetó al personal. De inmediato nos pusimos a tramar planes locos para un reencuentro que no llegó a consumarse, pero con el que se fantaseó en los muros durante largos meses. Los nostálgicos de la movida siempre dan la murga con aquello de que desde Madrid se llegaba al cielo. A nosotros nos había enseñado Chema de la Peña que de Salamanca no se iba a ninguna parte.

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La bandera de Mauthausen

Se llamaba Francisco Ortiz Torres, había nacido en Santisteban del Puerto, provincia de Jaén, en 1919 y cruzó la frontera en febrero de 1939, a la edad de veinte años. Como tantos otros, se vio forzado a abandonar España cuando la caída de Barcelona en manos franquistas se convirtió en el prolegómeno de una derrota inminente. Las imágenes de aquel éxodo aún estremecen, como estremece recorrer hoy en día los mismos caminos por los que transitaron aquellas familias siguiendo la orilla sinuosa del Mediterráneo, en busca de un porvenir que sólo podía depararles miseria e incertidumbres. Le encerraron en uno de los campos de concentración del sur de Francia, espacios de confinamiento cuyos nombres —Argelès-sur-mer, Barcarès, Saint-Cyprien, Rivesaltes— conservan el significado de ignominia que adquirieron entonces, cuando las playas se llenaron de alambradas entre las que malvivieron hasta medio millón de refugiados: hombres, mujeres y niños obligados a purgar con el exilio el pecado de haberse adscrito al bando perdedor y, por lo tanto, equivocado. Eran recintos inmensos e insalubres, en los que sólo encontraba acomodo la tristeza y que fueron definidos por el fotógrafo Robert Capa como «un infierno sobre la arena». Francisco Ortiz Torres permaneció en ellos hasta que las tropas del III Reich invadieron Francia y él decidió alistarse en el ejército galo para combatir a los nazis.

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