Llegó a mis manos un artículo en el que se reivindicaba la figura de José María Pemán y recordé una vieja anécdota que contaba el periodista Carlos Luis Álvarez, Cándido. Tuvo que suceder en la segunda mitad de la década de 1950, porque tiene como protagonista a Ramón Pérez de Ayala cuando éste ya había vuelto a España y residía en un piso del número 11 de la calle de Gabriel Lobo. A Pérez de Ayala no le gustaba Pemán, que en aquella época ya lucía con pompa y circunstancia sus galones de escritor oficial del régimen. Decía que sus textos eran «una mezcla de seudofilosofía y casinillo de Jerez», y opinaba que los artículos que publicaba en la tercera página del ABC, y que solían ser muy celebrados por sus lectores y por las instancias oficiales del franquismo, «empezaban con la categoría y acababan superficialmente en la anécdota», justo al revés de como debía ser. Probablemente esa aversión se debía a que Pemán, en su obra El divino impaciente, intentó responder a la sátira contra los jesuitas que Pérez de Ayala había desplegado en la novela AMDG.
Una tarde, hacían tertulia Pérez de Ayala y Cándido en el domicilio del primero cuando hizo su aparición Luis Calvo, a la sazón director del ABC, que iba a menudo por allí. «¡Hombre, Luis!», dijo Pérez de Ayala, «precisamente estábamos hablando de Pemán.» «¡Ah, sí!», respondió Calvo, «ese gran escritor universal». «No, no. De Pemán», apostilló el autor de Luz de domingo. «Bueno, es un escritor alegre y fresco, de finura andaluza», contraatacó el director del ABC sin darse por vencido. «De Pemán, de Pemán. Estábamos hablando de Pemán». Calvo: «Es un gran periodista». Pérez de Ayala: «De Pemán, Carlos Luis y yo hablábamos de Pemán». El pobre Luis Calvo, que no pudo soportar más la tensión, explotó: «¡Pero qué me vas a decir a mí, Ramón! ¡Qué me vas a decir a mí!»