El mundo en una calle

Ocupa un lugar tan secundario que no dará con ella nadie que no vaya buscándola. Si por casualidad alguien la atraviesa, lo hará con el apresuramiento y el descuido de quien lleva a cabo un trámite imprescindible pero inane. Yo pasé así muchas veces por la calle Feria, extendida como un breve apéndice entre la parte noble de la ciudad y su periferia desastrada, mirando sin ver o viendo sin mirar, que a veces da lo mismo, mientras la tarde caía y se encendían los faroles y la noche iba tejiendo sus sombras confortables en las esquinas de las iglesias románicas y en las fachadas que aún presumen con ostentación de su modernismo de provincias. Pasaba por la calle Feria como pasan por ella los turistas despistados que interpretan al revés el mapa y caen en sus aceras, o como la cruzan quienes deben ir sin tardanza a prestar atención a sus asuntos. Alguna vez desemboqué en ella por azar, mientras le buscaba la espalda al ayuntamiento nuevo, y en unas cuantas ocasiones dudé si atajar por ella o seguir la linealidad que imponía la muralla en los lánguidos paseos vespertinos del invierno. Quintín Cabrera, en un célebre estribillo, dejó dicho que las ciudades son libros que hay que leer con los pies. No añadió que determinados libros resultan imprescindibles para penetrar en el alma profunda de las ciudades. Yo nunca le habría prestado más atención que la meramente circunstancial a la calle Feria, ni habría reparado jamás en el pequeño escaparate coronado por un rótulo en cuyo frontal se lee Calzados Sánchez, si mi amigo Jaime Priede no me hubiese puesto sobre la pista de una novela excepcional de la que yo nada había oído y en cuya lectura me mantuve hipnotizado durante toda una semana. Fueron sus páginas las que me impulsaron a volver a la calle Feria en cuanto tuve la ocasión, y fue el recuerdo de sus párrafos lo que me decidió a meterme en aquella tienda destartalada y preguntarle a su propietario, un hombre de porte quijotesco que aseguró llevar treinta años al frente del negocio, si era ése el mismo lugar del que yo tanto estaba leyendo por aquellos días. «Éste es», dijo sin que se le fuera la sonrisa de los labios, «pasa hasta el fondo y aspira el olor del cuero».

Le hice caso pensando que, si no ese mismo olor, tuvo que ser uno muy parecido el que aspiró en su niñez Tomás Sánchez Santiago (Zamora, 1957) y el que interiorizó hasta el punto de volcar todas sus reminiscencias en una novela cuyos personajes, sin moverse de una calle, resumen a su manera el enigma y la maravilla del mundo. Calle Feria, que es la primera y la única novela de su autor hasta la fecha, ganó en 2006 el Ciudad de Salamanca y la publicó Algaida justo entonces. Se encontraba agotadísima cuando hace sólo tres años, en 2014, la recuperó Isla del Náufrago. Hoy sólo se consigue adquiriéndola directamente en la web de la editorial. Pese a que nadie la ha señalado nunca como tal y haya atravesado el tiempo amparada en la enojosa etiqueta de obra de culto, es muy posible que Calle Feria sea una de las mejores novelas que se han escrito en España en lo que llevamos de siglo. Fiel a la consigna de que no hay nada más universal que lo local, Tomás Sánchez Santiago —al que respaldaba una merecida fama como poeta y ensayista antes de meterse en la faena de fabular sobre el universo mítico y consuetudinario de su niñez— no sólo no se aleja ni un centímetro de los comercios y los bares entre los que transcurrieron los primeros años de su vida, sino que penetra en ellos hasta el fondo para hurgar y extraer la semilla dorada de la que se nutre la gran literatura, historias de argumento minúsculo y complejísimos dobleces que él va hilando, no es casual el verbo, con un estilo que arraiga profundamente en los clásicos de la lengua española sin evitar la benéfica contaminación de las vanguardias. Es Calle Feria un tratado heterodoxo de historia urbana, un compendio de narraciones orales, una galería de personajes estrafalarios y entrañables, una colección de estampas que pueden transitar entre lo costumbrista y el surrealismo y un permanente juego de autoficción que tan pronto incorpora al festival extravagantes informes de censura como críticas cinematográficas pergeñadas por uno de los individuos más memorables de los muchos que pueblan sus páginas, en las que hacen de vez en cuando celebradas irrupciones personajes tan reales como lo fueron el pianista Miguel Berdión, la artista Delhy Tejero o el mismísimo Federico García Lorca.

Cuando la reedición de Calle Feria vio la luz, escribió José Ángel Barrueco que se trataba de un libro «hermoso y necesario». Sobre lo primero no hay mucho que decir. El segundo adjetivo habla de la conveniencia de recordar, de cuando en cuando, que escribir, más que en contar algo, consiste en contar bien. Tomás Sánchez Santiago trabaja el lenguaje con la paciencia y el detenimiento de los viejos artesanos, y uno se lo imagina puliendo con esmero cada palabra antes de disponerla sobre la frase, a fin de asegurarse de que el conjunto obtiene el sentido y la sonoridad idóneos. Ese gusto por narrar, por recrearse incluso en los detalles más nimios, es parte del atractivo de una novela que habla de desheredados que sólo se sienten a salvo dentro de los estrechos límites que constriñen su particular retablo cotidiano. Mientras la gran historia del país desfila inmarcesible en las primeras planas de los diarios y en los documentales del No-Do, las pequeñas historias de los vecinos de esta calle Feria transcurren al otro lado de escaparates y ventanas, en la media oscuridad de las trastiendas, en las tertulias que tienen lugar a pie de calle en cuanto se dejan notar las primeras brisas del verano y la amistad y la camaradería se hacen carne en el verbo. Todo en Calle Feria es un festival preparado para el uso y el disfrute del lector atento y exigente, que no dejará de asistir maravillado al despliegue del prodigio que el autor, con calculada parsimonia, va extendiendo ante sus ojos. En un momento del libro, se dice de uno de los personajes que «tenía el don de contar, o sea, el don de atascar la vida en el tiempo y mantenerla allí quieta, sin poder ninguno para hacer envejecer las cosas de la existencia, mientras él relataba una película o contaba una historia lejana». Son palabras que se le podrían aplicar, punto por punto, al propio Sánchez Santiago. En cuanto a su novela, cabe resumirlo todo con la frase que otro futuro zamorano ilustre, el poeta David Refoyo, me dijo a mí cuando le comenté que andaba leyéndola: «Es increíble que en apenas cincuenta metros de calle quepa tanta literatura».

calleferia

Anuncio publicitario
Esta entrada fue publicada en Uncategorized. Guarda el enlace permanente.

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s