La literatura dibuja muchas veces un laberinto de túneles secretos por cuyas cavidades deambulan los nombres y las obras de escritores que no siempre han sido bendecidos por las atenciones de la prensa. Cuesta dar con ellos, porque no es fácil separar el grano de la paja y porque casi siempre son casualidades afortunadas las que permiten que salgan a la luz títulos y páginas injustamente orillados o a los que el devenir postergó en beneficio de otros que, merecidamente o no, terminaron acaparando la mayor parte de las planas en los suplementos culturales. Las circunstancias han querido que en estos últimos meses yo haya estrechado lazos con dos de esos autores, y si escribo este artículo no es para ponderarlos en la medida justa —algo que ya se ha venido haciendo en esta misma publicación, ahora verán por qué—, sino para dejar constancia de una graciosa casualidad que también les conecta a ambos, sin que a ellos lo sepan, porque también el azar tiene algo que decir en estos caminos erráticos de la lectura y sus derivaciones.
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Miguel Barrero (Oviedo, 1980) ha publicado las novelas Espejo (premio Asturias Joven; KRK Ediciones, 2005), La vuelta a casa (KRK Ediciones, 2007), Los últimos días de Michi Panero (premio Juan Pablo Forner; DVD Ediciones, 2008), La existencia de Dios (Trea, 2012), Camposanto en Collioure (Prix International de Littérature de la Fondation Antonio Machado; Trea, 2015) y El rinoceronte y el poeta (Alianza, 2017). También es autor de los ensayos Las tierras del fin del mundo (Trea, 2016) y La tinta del calamar (Trea, 2016; premio Rodolfo Walsh 2017). Codirigió el documental La estancia vacía (2007).