La literatura dibuja muchas veces un laberinto de túneles secretos por cuyas cavidades deambulan los nombres y las obras de escritores que no siempre han sido bendecidos por las atenciones de la prensa. Cuesta dar con ellos, porque no es fácil separar el grano de la paja y porque casi siempre son casualidades afortunadas las que permiten que salgan a la luz títulos y páginas injustamente orillados o a los que el devenir postergó en beneficio de otros que, merecidamente o no, terminaron acaparando la mayor parte de las planas en los suplementos culturales. Las circunstancias han querido que en estos últimos meses yo haya estrechado lazos con dos de esos autores, y si escribo este artículo no es para ponderarlos en la medida justa —algo que ya se ha venido haciendo en esta misma publicación, ahora verán por qué—, sino para dejar constancia de una graciosa casualidad que también les conecta a ambos, sin que a ellos lo sepan, porque también el azar tiene algo que decir en estos caminos erráticos de la lectura y sus derivaciones.
Del primero de esos autores supe por primera vez hace ya algunos años, allá por 2008 ó 2009, gracias al editor Sergio Gaspar, que fue quien me puso tras su pista. Se trataba de José María Pérez Álvarez, del que se ha venido hablando aquí mucho estos días, a quien llegué a través de la versión original de su novela Nembrot, publicada la pasada década bajo el sello de DVD Ediciones y recuperada y ampliada ahora merced a las buenas labores de la editorial coruñesa Trifolium. Nembrot es una novela poderosa, soberbia, inagotable, descomunal, que leí como absorto en una alucinación y cuyos ecos no dejaron de acompañarme desde que, embelesado, llegué a la última página. Llegué luego a la espléndida La soledad de las vocales (Bruguera) y dejé de saber más hasta que el pasado otoño un fortuito viaje a Orense me puso de nuevo tras su pista. Me enteré de que José María Pérez Álvarez vivía en la ciudad y, con la osadía que da el nuevo paradigma instaurado por las redes sociales, le escribí para invitarle a concertar una cita. Vino a buscarme a mi hotel y estuvimos tomando café en la terraza del Latino, uno de esos establecimientos señeros que aún logran sobrevivir y dejar constancia de que hubo un tiempo en el que las ciudades sólo se parecían a sí mismas. Fue una velada muy agradable. Al despedirnos me regaló un ejemplar de su novela Examen final, también en Trifolium, que leí a los pocos días para confirmar que aquel señor bajito que dosificaba sus cigarrillos y hablaba con el desparpajo de quienes procuran no sorprenderse ya de nada seguía siendo un magnífico escritor al que no convenía extraviar.
No le hablé entonces a José María Pérez Álvarez, porque aún no lo había leído, de Tomás Sánchez Santiago. En realidad, jamás habría llegado a su (por el momento) única novela si no hubiera lanzado otra vez la casualidad sus dados. Por cuestiones que no vienen al caso, tuve que mudarme provisionalmente a Zamora y un amigo me dijo que, si quería entender bien la ciudad, tendría que leer forzosamente Calle Feria. No fue fácil seguir su recomendación porque el libro, que ganó en su día el Ciudad de Salamanca, agotó su primera edición y, aunque ha sido recientemente recuperado por la delicada editorial segoviana Isla del Náufrago, sólo es posible conseguirlo mediante cauces digitales. Quizás no convenga que me extienda porque ya escribí aquí un largo artículo sobre ese mismo tema. Baste decir que la leí en medio de un deslumbramiento creciente, y que esa sensación me recordó a la que había experimentado cuando me enfrenté por vez primera a los párrafos del Nembrot de Pérez Álvarez. Quiso el azar (otra vez él) que Tomás Sánchez Santiago acudiese a Gijón para presentar un poemario en unas fechas en las que yo me encontraba de paso en la ciudad. Nos reencontramos en Zamora al cabo de unas semanas, en la terraza de una cafetería de la avenida de las Tres Cruces. La ciudad andaba invadida por las procesiones de la Semana Santa y optamos por alejarnos prudencialmente del centro. Empezamos a hablar de los libros que nos gustaban, de los escritores a los que dedicábamos nuestras devociones, y en un momento de la charla él me habló de cuánto le había subyugado en su momento la lectura de un autor orensano que había escrito un libro maravilloso titulado Nembrot. Me hizo gracia que el autor de una novela que yo había leído con el embelesamiento agradecido con que se atiende a las maravillas imprevistas me estuviese recomendando otro título cuya lectura acometí con un sentimiento similar. Le dije que no sólo la había leído, sino que además conocía a quien la había escrito. «Pues dile, si me haces el favor, que su libro es magnífico», dijo con su voz suave y sus maneras de sabio prudente y mesetario. Cumplí el recado oportunamente y no sé si ambos han establecido contacto. En realidad, sólo escribo esto para dar cumplida cuenta de que hasta los túneles más recónditos pueden encontrar vías por las que comunicarse, y para recomendar encarecidamente, a quien esto lea y aún no lo haya hecho, que no deje perder la oportunidad de descubrir a dos escritores tal vez secretos, pero sin duda mayúsculos.
[El Cuaderno, 28 de julio de 2017]
Gracias por tu recomendación. Lo haré.
Un saludo,
Livia