Fuiste la niña de azul

Fueron tardes eternas las de aquellos sábados de los noventa. Eran las primeras copas y los primeros cigarrillos, y era una retahíla de bares cuyos nombres recitábamos de carrerilla como si siguiéramos las cuentas de un rosario: Fragua, Desván, Ave, Quórum, Faust, Sucursal, La Cúpula, y dentro de La Cúpula el Chik y el Malde, como puntos fijos, y el Mauso y el D’Latón, si las circunstancias requerían de zonas oscuras. Eran cortos de cerveza que al trasluz de las luces de interior adquirían un color verdoso que nunca supimos si había que atribuir al Fairy o a los efectos especiales, y era también y sobre todo la música, porque cada bar ponía la suya y entre unas y otras se iba configurando el escenario melódico sobre el que se desarrollaba la obra imperfecta e inacabada de nuestra adolescencia. Todos los tiempos y todos los países tienen su propia banda sonora original, y la de aquel Mieres de las mil reconversiones se movía entre el grasiento rock duro de ese nuevo proletariado al que habían desprovisto de su propia conciencia de clase y el bakalao que hacía furor en las discotecas de Valencia y se extendía al resto de España como el maná que enterraba todas las preocupaciones bajo un líquido viscoso de pastillas y combinados de vodka con Cacaolat, que era lo que empezaban a beber los más pijos de entonces. Los de Siniestro Total habían tenido el detalle de componernos todo un himno, pero en los bafles de la calle Covadonga y de los tugurios de La Villa, no sé muy bien por qué, siempre lo petaron más Los Suaves. Sobre todo su versión en directo del «Dolores se llamaba Lola», esa pieza tan pegadiza y tan macarra sobre una niña bien que termina sus días oficiando en burdeles de baja estofa. El inicio de la versión en directo recogida en  el ¿Hay alguien ahí?, con ese grito gutural que deseaba larga vida a la protagonista y a su señora madre, causaba furor en cuanto sonaban los primeros acordes y la parroquia se desgañitaba moviendo el esqueleto sin ton ni son, como si el futuro se nos estuviera yendo en ello porque ninguno sabíamos aún que esto de la vida iba en serio.  Quién no hizo alguna vez locuras por una mujer. La cuenca minera se derrumbaba y nosotros nos enamorábamos.

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Vampiros en Coruño

Una tradición moderna asegura que hay fantasmas en la iglesia de Santa Bárbara de Coruño. A poco que uno trastee por Internet, se encontrará con un vídeo protagonizado por un grupo de cazafantasmas amateurs que se apoyan en el balbuceante testimonio de un guardia de seguridad para concluir que algo extraño pasa en este templo al que rodean naves industriales, plazas de aparcamiento y tres o cuatro bares donde los trabajadores de las empresas aledañas celebran el fin de la jornada laboral y algunos vecinos de los pueblos próximos aprovechan para juntarse y chafardear. Incluso llegan a asegurar que su única nave es el escenario de tétricos ritos satánicos celebrados en torno a esqueletos de animales domésticos. Algo hay de cierto en tanta teoría conspiratoria, y es que en efecto se sabe tan poco de este edificio que a veces parece surgido de la nada. Tal desconocimiento, sin embargo, tiene más bien poco que ver con merodeos espectrales. En realidad, todo es mucho más simple: se trata de una iglesia tan normal que nadie hasta la fecha había sentido la necesidad de sentarse a dedicarle algunas líneas. Parece ser que se erigió a principios del siglo XX con el fin de dar servicio litúrgico a los trabajadores de la fábrica de explosivos Santa Bárbara, cuyos talleres se levantaban en sus inmediaciones, y que su uso fue languideciendo paulatinamente hasta extinguirse por completo cuando la empresa que le dio origen y sentido cerró sus puertas. Luego comenzó el camino que llevó a la adquisición del terreno por un particular, la desacralización y, finalmente, la venta. Aquí es donde comienza a resultar excepcional la iglesia de Santa Bárbara de Coruño. No es normal ver anunciado un templo en el escaparate de las inmobiliarias. Dicen que a día de hoy sus dueños piden alrededor de 400.000 euros por el título de propiedad. También que, nunca mejor dicho, está costando Dios y ayuda encontrar posibles compradores. Como se ve, en este asunto importa más la lógica que las inciertas reglas sobrenaturales: ¿quién en su sano juicio va a querer adquirir una iglesia abandonada en medio de un polígono industrial?

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Patria (Doce de Octubre)

Todos los 12 de octubre me acuerdo de don Plácido. Me dio clase en 4º de EGB y su aula fue seguramente uno de los últimos reductos con los que contó el nacionalcatolicismo dentro del sistema educativo construido tras la llegada de la democracia. Los pupitres de aquella clase tenían un hueco para poner el tintero y un espacio rectangular en el que ubicar la pluma, se completaban con un banco corrido en el que nos sentábamos de a dos y en la madera había grabadas inscripciones con fechas que se aproximaban más al día en el que habían nacido nuestros padres que al tiempo que nos correspondía vivir a nosotros. Al fondo de la estancia había un armario enorme donde el vetusto maestro guardaba los rollos de papel higiénico que teníamos que coger sí o sí en el caso de que nos entraban ganas de ir al baño. También había allí dentro libros del año de la polca que utilizábamos en las horas de lectura. Recuerdo que uno de ellos, Viaje infantil, contaba las andanzas de un zagal llamado Santiaguito y su padre por las cuatro esquinas de aquella España lozana y jovial que resurgió de sus cenizas al término de la Guerra Civil. Alguna vez he intentado dar con ejemplares de esa obra, o con alguien a quien le pudiera sonar lejanamente. Nunca lo conseguí.

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Por una triste bufanda

Es tan delirante que parece más propio de un sketch televisivo que de la pura y dura realidad. Una viajera se disponía a subir a uno de los autobuses de la empresa Alsa que cubren la distancia entre Gijón y Ribadesella, o viceversa, cuando se percató de que en la parte superior de la luna delantera lucía, radiante, una bufanda del Sporting. La muchacha, oviedista a lo que se ve, desenfundó rauda el teléfono móvil para lanzar al ciberespacio un tuit en el que pedía explicaciones a la empresa por tamaña ofensa a su sensibilidad, y el community manager de Alsa, que o bien se aburría más de lo conveniente o bien careció del sentido común necesario para hacer oídos sordos ante las frivolidades, contestó demandándole a la usuaria número del localizador del viaje, que ella facilitó de inmediato, y advirtiendo de que le sacaría al conductor del vehículo una «tarjeta amarilla» (sic), en una amenaza que hizo pública con tanto gracejo como escaso respeto por las más elementales normas de la gramática. Las redes, que ya de por sí hierven con cualquier cosa, no tardaron ni medio segundo en estallar. Los aficionados rojiblancos se apresuraron a rebautizar a la indignada pasajera como «la loca del Alsa». Unos cuantos oviedistas la acabaron encumbrando a la categoría de defensora máxima de las esencias azules. Como ocurría en el París de Hemingway, no hay más que prender una pequeña chispa para que Twitter se convierta en una fiesta.

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Tan cunqueiriano existir

Es posible que los funerales de Miguelito Arrieta fueran los más extraños de cuantos se han conocido en la ciudad de Gijón durante este último siglo. Tras concederle una tregua a la ortodoxia con las consabidas exequias en la iglesia de la Asunción, sus familiares y amigos acudimos en peregrinación al bar en el que, un tiempo atrás, el muerto gustaba de apurar las horas del mediodía entregado a los placeres del aperitivo. Allí bebimos y comimos hasta alcanzar un estado de melancólica felicidad que abrigaba el lánguido sol invernal de aquel noviembre, y cuando entendimos que nuestras almas habían adoptado el estado propicio para abordar tan luctuosos menesteres, emprendimos la subida al cerro de Santa Catalina. Alguien dijo unas palabras que no sonaron exactamente a despedida, sino a celebración compartida de la suerte que habíamos tenido los presentes por haber llegado a disfrutar, en algún momento de nuestras vidas, de la compañía del tipo que en aquellos momentos nos escuchaba comprimido en el interior de una urna cuyas hechuras él mismo habría criticado con abundante coña y no poca audacia. Por último, dos de sus sobrinos se colocaron a los pies de la escultura con la que Chillida tuvo a bien perfilar el contorno más septentrional del skyline gijonés y esparcieron sus cenizas, que quedaron flotando sobre el agua a merced de los vientos cantábricos. Recuerdo que, mientras veía aquel polvo blanco que se fue difuminando en el aire hasta hacerse invisible a nuestros ojos, pensé que estaba asistiendo al final idóneo para alguien que, como buen norteño, había pasado buena parte de su vida navegando a favor o en contra de los temporales. Para un individuo que, no sé si por voluntad propia o por circunstancias de un destino que así lo decidió sin consultarle, no se limitó a ser una persona, sino que fue, también y sobre todo, un personaje.

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