Fueron tardes eternas las de aquellos sábados de los noventa. Eran las primeras copas y los primeros cigarrillos, y era una retahíla de bares cuyos nombres recitábamos de carrerilla como si siguiéramos las cuentas de un rosario: Fragua, Desván, Ave, Quórum, Faust, Sucursal, La Cúpula, y dentro de La Cúpula el Chik y el Malde, como puntos fijos, y el Mauso y el D’Latón, si las circunstancias requerían de zonas oscuras. Eran cortos de cerveza que al trasluz de las luces de interior adquirían un color verdoso que nunca supimos si había que atribuir al Fairy o a los efectos especiales, y era también y sobre todo la música, porque cada bar ponía la suya y entre unas y otras se iba configurando el escenario melódico sobre el que se desarrollaba la obra imperfecta e inacabada de nuestra adolescencia. Todos los tiempos y todos los países tienen su propia banda sonora original, y la de aquel Mieres de las mil reconversiones se movía entre el grasiento rock duro de ese nuevo proletariado al que habían desprovisto de su propia conciencia de clase y el bakalao que hacía furor en las discotecas de Valencia y se extendía al resto de España como el maná que enterraba todas las preocupaciones bajo un líquido viscoso de pastillas y combinados de vodka con Cacaolat, que era lo que empezaban a beber los más pijos de entonces. Los de Siniestro Total habían tenido el detalle de componernos todo un himno, pero en los bafles de la calle Covadonga y de los tugurios de La Villa, no sé muy bien por qué, siempre lo petaron más Los Suaves. Sobre todo su versión en directo del «Dolores se llamaba Lola», esa pieza tan pegadiza y tan macarra sobre una niña bien que termina sus días oficiando en burdeles de baja estofa. El inicio de la versión en directo recogida en el ¿Hay alguien ahí?, con ese grito gutural que deseaba larga vida a la protagonista y a su señora madre, causaba furor en cuanto sonaban los primeros acordes y la parroquia se desgañitaba moviendo el esqueleto sin ton ni son, como si el futuro se nos estuviera yendo en ello porque ninguno sabíamos aún que esto de la vida iba en serio. Quién no hizo alguna vez locuras por una mujer. La cuenca minera se derrumbaba y nosotros nos enamorábamos.
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Miguel Barrero (Oviedo, 1980) ha publicado las novelas Espejo (premio Asturias Joven; KRK Ediciones, 2005), La vuelta a casa (KRK Ediciones, 2007), Los últimos días de Michi Panero (premio Juan Pablo Forner; DVD Ediciones, 2008), La existencia de Dios (Trea, 2012), Camposanto en Collioure (Prix International de Littérature de la Fondation Antonio Machado; Trea, 2015) y El rinoceronte y el poeta (Alianza, 2017). También es autor de los ensayos Las tierras del fin del mundo (Trea, 2016) y La tinta del calamar (Trea, 2016; premio Rodolfo Walsh 2017). Codirigió el documental La estancia vacía (2007).