Publica el diario El País, en su edición de hoy, dos informaciones estadísticas extraídas del barómetro del CIS que resultan graciosa o trágicamente complementarias. La primera afirma que ocho de cada diez españoles se confiesan felices o muy felices. La segunda, por su parte, señala que sólo dos de cada diez españoles reconocen haber leído completo El Quijote. El juego de encajes queda tan a mano que a uno le resulta imposible resistirse. Se puede ser muy feliz leyendo El Quijote igual que se puede ser muy feliz leyendo a Joyce, a Proust, a Galdós o a William Faulkner, pero pero no cabe esperar que esa felicidad transitoria que dura lo que se tarda en pasar las páginas se mantenga después, una vez finalizada la lectura, o se transforme en un estado de felicidad embelesada y perpetua. El conocimiento no nos hace más felices, sólo más inteligentes, y el primer estado de la inteligencia tiene que ver con la asunción de la propia ignorancia, lo que no deja de ser, a su vez, un pasadizo abierto a la infelicidad constante. Al leer estas dos noticias de El País a mí me ha venido a la mente una frase que pronunció hace ya bastantes años Luis Aragonés, a quien los entendidos en fútbol apodaron El Sabio de Hortaleza, y de la que se hizo eco Francisco García Pérez en un artículo que recogió en su libro Lo que hay que oír: «No es bueno leer demasiado: yo tenía un amigo que se puso a leer a Kafka y se volvió maricón».
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Miguel Barrero (Oviedo, 1980) ha publicado las novelas Espejo (premio Asturias Joven; KRK Ediciones, 2005), La vuelta a casa (KRK Ediciones, 2007), Los últimos días de Michi Panero (premio Juan Pablo Forner; DVD Ediciones, 2008), La existencia de Dios (Trea, 2012), Camposanto en Collioure (Prix International de Littérature de la Fondation Antonio Machado; Trea, 2015) y El rinoceronte y el poeta (Alianza, 2017). También es autor de los ensayos Las tierras del fin del mundo (Trea, 2016) y La tinta del calamar (Trea, 2016; premio Rodolfo Walsh 2017). Codirigió el documental La estancia vacía (2007).