Los griegos han amanecido hoy atisbando el preludio de su ruina, pero a Mariano Rajoy, ese señor de Pontevedra que iba para registrador de la propiedad y acabó viéndose cómodo en el disfraz de alto estadista, no se le ha ocurrido mejor cosa que decir que los culpables del asunto son ellos mismos, es decir, los pobres griegos, por no haber hecho adecuadamente los deberes. Podía haber aprovechado el señor presidente para dar una alta lección de geopolítica que tuviera en cuenta las variables macroeconómicas de la zona euro y, de paso, incurriera en esa virtud tan olvidada que es la de tenerle el debido respeto a quien, además de estar vencido, también resulta ser más débil, pero en vez de eso quiso aprovechar la doctrina que a diario emana de las columnas del Marca, sin duda mucho más firmes y admirables en su imaginario que las del Partenón, para hacer eso tan español de echar toda la mierda del mundo sobre quien ya está a punto de hundirse en la ciénaga, complaciéndose entre risotadas al ver que al fin hay alguien ocupando un escalafón aún más bajo que el suyo.
Uno se imagina la infancia de Rajoy y hasta le da pena vislumbrar entre los visillos de la casa familiar a aquel niño torpe, ceceante y medio amanerado al que sus padres tienen prohibido salir a jugar al fútbol con los amigos si no tiene acabados sus ejercicios escolares y aprendida de memoria la lección que algún maestro con sotana le tomará íntegra a la mañana siguiente. Sin embargo, la compasión desaparece cuando piensa que un adulto capaz de menospreciar de esa manera a toda la ciudadanía de lo que debería ser un Estado soberano tuvo que ser por fuerza esa clase de niño que, consciente de las debilidades con que le castigaba la naturaleza, de inmediato corría a alinearse con los abusones de su curso para obtener la migaja de su auxilio a cambio de entregarles sin condiciones su más absoluta devoción. Sin mucha dificultad le puedo ver delatando al compañero que habló en clase a más volumen del aconsejable, negando a su vecino de pupitre la posibilidad de copiar en el examen, cargando a los demás con culpas que sólo el tenía pero que nadie iba a imputarle teniendo en cuenta su condición de hijo amadísimo y alumno ejemplar. No es una licencia poética: para concluir todo esto basta con fijarse en el gesto de alborozada suficiencia con el que este mediodía, en plena constatación de la debacle helénica, cruzaba a pie la calle Génova en la muy grata compañía del gran apóstol de la droite divine francesa. «De camino a una tasca tradicional española con mi amigo Nicolas Sarkozy», tuiteaba para compartir tan inmenso placer con sus súbditos. Luego pudimos ver otra fotografía en la que, ya en el interior del restaurante, ambos aguardaban la llegada del gazpacho y la ensaladilla. Tenía la estampa algo de tensión sexual no resuelta, un aquél de arrobamiento inconfeso que se delataba en las miradas, como si en algún momento Mariano fuese a espetar un «Atenas se derrumba y nosotros nos enamoramos» pronunciado a la perfección con el aplomo de los hombres hechos y derechos que han sabido hacer a tiempo sus deberes para alcanzar el honor de codearse, aunque sea de mentira, con los más guapos de la clase.
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