La sonrisa de Mas

Yo no habría pitado el himno de España. Más allá de que me hubiera resultado difícil discernir contra qué estaba protestando exactamente (¿la configuración actual del Estado?, ¿la figura del monarca allí presente?, ¿la pervivencia en el poder de cierto establishment?, ¿la sola existencia de una melodía que puede emocionar más o menos?, ¿su uso en los prolegómenos de un partido disputado entre dos equipos de vocación independentista?), no creo que obedezca a las leyes de la lógica ni el protestar contra la enseña sonora de una colectividad en la que se inscriben las dos escuadras en liza –participando en sus competiciones con gran éxito y arraigo en ambos casos, y acatando sus reglas en consecuencia– ni contra la figura de un jefe del Estado cuya presencia allí justifica, de forma tácita, la mera asistencia de los aficionados que se disponen a presenciar la final de un torneo puesto bajo su advocación. Dicho esto, en absoluto me parece mal que se pite el himno de España: el pueblo soberano es libre de manifestarse siempre que no se traspasen ciertas fronteras, entre ellas la de la violencia o el daño físico a terceros, y hay que tener la piel muy fina para sentirse ultrajado por lo que no deja de ser una expresión molesta y disonante, pero inofensiva, de un determinado sentir popular.

Sí me molestó, en cambio, la sonrisa torticera de Artur Mas en el palco mientras escuchaba en pie la Marcha Real junto al circunspecto Felipe. Me molestó porque he visto muchas veces sonrisas como ésa, y quiénes las esgrimen no suelen ser personas de fiar. Elvira Lindo publicó hace unos días un artículo en el que venía a explicar que, a menudo, solía imaginarse la vida adulta como un gran patio de colegio. Ocurre muchas veces: no hay mejor forma de desenmascarar a hombres y mujeres hechos y derechos que imaginarse cómo pudieron ser en otro tiempo, cuando aún no habían entrado en la mayoría de edad, ni siquiera en la adolescencia, y tenían que reducir sus vicios y sus ambiciones a los estrechos confines del aula de su primera enseñanza. Al ver la imagen de Artur Mas junto al rey, yo me acordé instantáneamente de Jorgito, un chaval al que hace años que no veo pero del que recuerdo, sobre todo, su capacidad innata para promover pequeñas revoluciones o grandes trastadas de las que él salía invariablemente impune. «Podríais aprender de Jorgito», clamaba la profesora cuando se encontraba la clase hecha un sindiós y él aparecía quieto en una esquina como si no tuviese nada que ver en el lío, como si simplemente pasase por allí, como si le resultara todo lo humano ajeno y no supiese de la vida más que lo que otros le contaban. Sobra decir que el castigo correspondiente (una jornada sin recreo, una hora en absoluto silencio, la tediosa obligación de realizar en tiempo y forma una interminable serie de ejercicios) nunca le atañía a él, convertido a los ojos de la autoridad competente en una suerte de figura beatífica obligada a convivir y lidiar día tras día con nosotros, sus particulares demonios. La sonrisa que lucía en todas esas ocasiones es la misma que se dibujó en los labios de Artur Mas el pasado sábado en el palco del Camp Nou: un «os tengo donde quería», un «he vuelto a hacerlo», un «todo lo puedo». La sonrisa del traidor o el aprovechado que está seguro de ejercer sobre los demás una influencia de la que nadie podrá responsabilizarle nunca, y a quien poco importa que las cámaras de televisión le capten en una actitud que debería ser incompatible con su papel institucional, por lo demás adquirido de manera perfectamente voluntaria. No me molesta que se pite el himno de España porque la gente tiene derecho a expresarse y decidir, y por lo tanto también a acertar y equivocarse. Me irrita esa sonrisa que he visto tantas veces: la de quienes sólo piensan en salirse con la suya, sin importarles gran cosa que su empecinamiento pueda conducir a los suyos al desastre.

finalcoparey

Foto: Álex Caparrós / Getty Images

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