Salamanca, un regreso

Lo cantaba Violeta Parra en unos versos memorables: «Volver a los diecisiete / después de vivir un siglo / es como descifrar signos / sin ser sabio competente». Yo ya había cumplido los dieciocho cuando me avecindé en Salamanca y apenas he vuelto desde entonces, pero siempre que regreso a sus calles lo hago con cierto sentimiento de culpa. Durante algún tiempo —el que pasé viviendo allí y el que sucedió inmediatamente a mi partida— albergué hacia la ciudad un resquemor en el que se mezclaba la decepción por su estrechez de miras y con hartazgo de su querencia a regodearse en un esplendor que era más vestigio del pasado que pálpito presente. Hoy pienso que fui injusto con una ciudad a la que quizás exigí más de lo que ella estaba en condiciones de darme, y por eso cada retorno viene a ser una forma de congraciarme con aquello que en su día no supe entender o que se quedaba corto para los ímpetus de quien aún tiene más futuro que pasado y sólo ve en el mundo una maqueta a escala por la que poner a circular su porvenir.

Cualquier regreso es una invocación a la utopía de creer que nada de lo que conocimos ha sufrido cambios desde nuestra marcha, un desear secretamente que también nosotros podamos ser quienes fuimos, que al poner el pie en los escenarios por los que transcurrió nuestra biografía el pretérito perfecto pueda volver a conjugarse en presente. ¿Notas las ciudad cambiada?, me preguntan Omar, Luis, el camarero del Alcaraván o el chico que me vendía discos en Radyre, aquel raro comercio de música y electrodomésticos que ocupaba toda una esquina entre Prior y Prado, y al que ahora encuentro trabajando como dependiente en la librería Hydria. Preguntan con la certeza de que mi respuesta será negativa, porque ellos no se han movido de allí y en consecuencia han ido evolucionando con la propia ciudad, sin percatarse de las transformaciones más que cuando éstas son tan repentinas o evidentes que cuesta pasar de largo ante sus efectos. Sigue en pie la residencia de estudiantes donde viví, aunque la calle ha cambiado de nombre, y siguen allí Míchel en la portería y Javi en el bar (también Aníbal, me cuentan, continúa haciendo turnos los fines de semana), y también mi nombre inscrito en letras rojas sobre uno de los cristales del claustro, pero ya no la dirigen los frailes que la dirigían cuando yo habité sus dependencias y además ahora tiene un carácter mixto, y qué raro se me hace ver chicas por aquellos pasillos que yo conocí plagados de testosterona. Siguen la Plaza Mayor con sus hermosas opulencias barrocas y la vecina del Corrillo, con su enigmática sencillez románica, y sigue la cafetería donde nos reuníamos en las noches de reencuentro tras los periodos de vacaciones, pero han derribado el Gran Hotel y faltan algunos tugurios que fatigamos mucho cuando jóvenes, y en el espacio de la Clerecía donde una vez estuvo el aula en la que inicié mi andadura universitaria han instalado ahora el bar de la Universidad Pontificia. Sigue uniendo la Rúa Mayor los dos corazones de la ciudad y sigue la estatua del maestro Salinas («el aire se serena, / se viste de hermosura y luz no usada») amparando la silueta de la Casa de las Conchas, pero ahora hay que pagar entrada para visitar las catedrales y ya no puedo —como hice tantas veces en mis primeros días allí, cuando solo y extrañado dejaba pasar las tardes en erráticos vagabundeos por la ciudad aún desconocida— pasear con calma por sus naves góticas y sobrecogerme ante el silencioso espectáculo de sus cimborrios. Sigue abierta la cueva en lo que una vez fue cripta, pero es ahora museo y ya no ruina y no parece que el diablo persista allí dando sus clases. Sigue el Tormes subrayando la ciudad vieja con su trazo sinuoso, pero ya no está el barco varado en el que celebramos el final de la carrera y tiene el Lazarillo una mirada más triste cuando se la enfrenta con los ojos de la melancolía. Sigue Torrente Ballester en el Novelty, pero ahora es su estatua en bronce y no el ser de carne y hueso que yo entreví una mañana de domingo, de camino hacia ya no recuerdo dónde. Sigue la Gran Vía con sus antros de moda y sigue la plaza de La Tuca con su iglesia medieval acogiendo impávida los botellones de los jueves, pero en estos ya no participan las personas a las que conocí y traté y quise, sino otras cuyos nombres desconozco y que son ahora tan jóvenes como lo éramos entonces nosotros y beben y fuman y ríen con la misma despreocupación ante lo que está por venir, como si en el fondo la vida no fuera más que una carrera de relevos y ya hubieran salido los que vienen para dárnoslo a quienes les antecedimos por estos mismos vericuetos. Sigue el patio de las Escuelas Menores destilando su calma milenaria, pero ahora puedo asomarme al Cielo que no conocí en aquel tiempo y que ahora ocupa una sala oscura en la que se exhibe pulcro y grandilocuente para asombro y maravilla de quienes nos encontramos ante él por puro azar. Siguen las palabras cervantinas en la trasera universitaria —«Salamanca, que enhechiza»— y también las de Unamuno en el portal colindante a la Casa de las Muertes, frente al vertiginoso ábside de las Ursulinas. Aprovecho la quietud de este rincón para lanzar desde allí la ojeada que en el pasado lancé  tantas veces, y cuando lo hago descubro que ya no sobrecoge del mismo modo el pasadizo que abre la angosta calle de la Compañía hacia las cúspides doradas de este alto soto de torres donde Félix de Montemar conoció la cara de la muerte y cuya memoria habrá de guardar, o no, nuestro recuerdo.

compania

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