Con Madrid me ocurre eso que la sabiduría popular dice que pasa con los amores realmente queridos: me gusta mucho, pero apenas la entiendo. Quienes como yo han transitado sus días y trajinado por sus noches en más de una ocasión suelen estar de acuerdo en el dictamen de su bipolaridad. Cuesta creer que una ciudad tan divertida, tan caótica, tan desmelenada e incluso tan agreste en función del momento en que uno la coja por banda, se decida a la hora de la verdad por elegir a gobernantes tan carcamales como los que han venido rigiendo sus destinos desde la desvaída década de los noventa. Es verdad que no florece un Tierno Galván en cada esquina, y que el espejismo de la Movida se murió para no resucitar por más que cada equis años se intenten revivals infructuosos y muchas veces enternecedores de tan inanes, pero de ahí a entregar el bastón de mando (o la corona comunitaria) a carcamales como Álvarez del Manzano, Gallardón o Ana Botella media un abismo que el sentido común no siempre acierta a sortear.
Nos hemos desayunado esta mañana con las encuestas que otorgan al PP dos nuevas mayorías en la Puerta del Sol y en la glorieta de la Cibeles, y no deja de ser gracioso que conozcamos el veredicto de la demoscopia en una fecha tan singular y atrabiliaria como este Dos de Mayo (perdón por la mayúscula) en el que los madrileños han fijado la celebración de las esencias de un territorio que se inventó cuando a la Transición le dio por trazar con pulso temblequeante las ilusorias fronteras que a partir de entonces dividirían predios y ordenanzas. A la Comunidad de Madrid le escribió un himno Agustín García Calvo sin mucho convencimiento, y por alguna razón los redactores de los primeros estatutos decidieron que la del levantamiento contra los franceses era una buena fecha para celebrar su onomástica ficticia. Tiene su aquél si se piensa que el Dos de Mayo (perdón por la mayúscula) fue el primer peldaño de un fenómeno que pronto adquirió carácter nacional (nada menos que una guerra por la independencia) y que si algo caracteriza identitariamente a Madrid es precisamente el carecer de identidad alguna —recuerdo que el fallecido Moncho Alpuente escribió en cierta ocasión que de existir un partido nacionalista madrileño correría el serio riesgo de cobijarse bajo las siglas PANAMA—, pero yo no dejo de pensar que honrar hoy el 2 de mayo de 1808 con una fiesta regional resultaría tan anacrónico como si dentro de cien años nuestros descendientes se echaran a las calles para celebrar el 18 de julio. Por más que cierto chovinismo españolista (la furia, la raza) lo haya situado como epítome de nuestra idiosincrasia, y que determinada izquierda poco o nada leída lo interprete como la encarnación del poder del pueblo soberano, lo único cierto es que aquel infausto día fue el pórtico de una de las etapas más negras de nuestra Historia y marcó el fin de nuestra tímida y casi no-nata Ilustración, la consolidación del poder omnímodo de la Iglesia y la legitimación de un rey y un heredero que habrían de conducir a España por la senda del desastre. Que ciento siete años después sepamos que la ciudadanía madrileña está a punto de optar por Esperanza Aguirre —otra vez ella— como capitana de su inminente porvenir no deja de ser un aciago guiño del destino. Lo único bueno que dejó el 2 de mayo de 1808 fueron los cuadros de Goya. No sé si esta vez habrá por ahí algún genio que acierte a retratarnos.