El crimen fue en Granada

Lo malo no es constatar que el asesinato de Federico García Lorca tuvo motivaciones políticas. Eso lo hemos sabido siempre, por más que algunos se hayan empecinado en ocultar o suavizar la verdad a lo largo de estos años. Lo peor, lo que realmente remueve la conciencia y el ánimo, es enfrentarse a la fría prosa administrativa con la que el funcionario de turno se refiere a la detención y el fusilamiento del poeta, constatar lo poco que vale la vida de un hombre en determinadas circunstancias, advertir que aún en 1965 —empezaban, recordemos, los años del desarrollismo, de la cacareada apertura al exterior: el franquismo ya no era tan franquismo, casi se estaba convirtiendo en una democracia camuflada, según los exégetas o revisionistas de un régimen que aún hoy sigue gozando de unos cuantos defensores, en la calle y en las instituciones— se podían esgrimir la masonería, el socialismo y la homosexualidad como razones suficientes para terminar con la vida de una persona. Lo peor es comprobar, una vez más, que la maldad no sólo puede ser frívola, sino también inapetente y desapasionada: así fueron las cosas porque así tuvieron que darse; este señor murió porque eso fue lo que ordenaron; no hay que buscar tres pies al gato ni esperar a que dé peras el olmo. Fue un crimen. Y fue en Granada.

Franco no se había atrevido a tanto cuando, recién acabada la guerra civil, faltó a la verdad en el libro Palabra de Caudillo al asegurar que Lorca había muerto en los inicios de la contienda «mezclado con los revoltosos». Probablemente en aquellos tiempos en los que tocaba consolidar un nuevo orden sobre la vieja piel de toro conviniera mitigar determinados aspectos que resultarían difícilmente comprensibles en determinados ámbitos externos. En 1965, sin embargo, parece que no hacía falta emplear tantos tapujos, porque el funcionario que redacta el informe no tiene empacho en afirmar —y hay que recordar que el texto iba dirigido al mismísimo ministro de la Gobernación— que Lorca, «aunque sin actividades conocidas, estaba conceptuado como socialista por la tendencia de sus manifestaciones», que «figura como masón perteneciente a la logia Alhambra, en la que adoptó el nombre simbólico de Homero» y que «estaba tildado de prácticas de homosexualismo (sic), aberración que llegó a ser ‘vox populi’», y entiende que esas tres aseveraciones generalistas, insuficientes y a las que desde luego no acredita ni un solo documento adicional bastan y sobran para explicar y justificar la muerte del poeta. Todo es de por sí trágico y grotesco, pero se vuelve absolutamente inasumible cuando se atiende a la hipótesis que ayer lanzaba Miguel Caballero en las páginas de El Mundo y que no suena en absoluto descabellada: la de que el autor del mencionado informe fuese Julián Fernández-Amigo Muñoz, que en 1965 ocupaba el cargo de inspector jefe de primera en la Brigada de Investigación Social de Granada, organismo al que el gobernador civil encomendó la redacción del documento. «Tuvo que hacerlo él mismo o, si no, al menos tuvo que supervisarlo», conjetura Caballero, y su teoría lo impregna todo de un color mucho más turbio porque este Fernández-Amigo es el mismo que en otra ocasión llegó a relatar cómo, en vísperas del fusilamiento, acudió a visitar a Lorca a su celda y éste se tranquilizó al verle por la gran amistad que mantenía con uno de sus primos. Uno se pregunta cómo es posible dar curso y justificación al relato de una atrocidad de la que se fue partícipe con la misma frialdad con que se glosarían la lista de la compra o la tabla periódica de los elementos químicos, qué clase de liviandad ética y moral hay que poseer para sugerir que el condenado a muerte con el que se compartió un cigarrillo en las horas previas a su ajusticiamiento se merecía aquello que le terminó ocurriendo, qué grado de obediencia ciega hay que acabar manteniendo a una causa, la que sea, para entender como normal lo que constituyó una anomalía tan grande que aún seguimos pagando sus efectos. Lo digo mucho últimamente: España es un país con tendencia a cerrar mal sus heridas, cuando no a dejarlas abiertas para que sean ellas las que se corrijan en un proceso de supuración improbable. El cadáver de Federico García Lorca continúa oculto en algún punto inconcreto del barranco de Víznar. El del militar Queipo de Llano, responsable último de su asesinato —«café, mucho café», dicen que dijo en una orden célebre cuando le telefonearon para preguntar qué hacían con el poeta al que acababan de apresar en Granada—, descansa con toda la pompa en la sevillana iglesia de la Macarena.

fglorca

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3 respuestas a El crimen fue en Granada

  1. Reblogueó esto en VIAJES AL FONDO DEL ALSAy comentado:
    Fue un asesinato vil, aquí no sirven ni eufemismos ni medias tintas.

  2. manuelribadulla dijo:

    Así es una ejecución.

  3. Scarlet C dijo:

    ¡Que dolorosa y asquerosa mentira! Asesinar porque sí y luego ¡Inventar historias para hacer el cuento más comedido! … pero eso hacen los criminales.
    «No duerme nadie por el mundo. Nadie, nadie.
    Ya lo he dicho.
    No duerme nadie.
    Pero si alguien tiene por la noche exceso de musgo en las sienes,
    abrid los escotillones para que vea bajo la luna
    las copas falsas, el veneno y la calavera de los teatros»

    Ciudad sin sueño / Federico García Lorca

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