500 noches

Uno comprueba que se hace mayor cuando, ante determinadas cosas, adopta una impasibilidad que habría resultado inaudita apenas una década atrás. Me enteré el otro día de que Joaquín Sabina estaba a punto de sacar un nuevo disco en directo y, en vez de salir corriendo a la primera tienda de discos o meterme en Internet para averiguar algo más sobre su fecha de lanzamiento, me encogí de hombros, musité algo parecido a un «ah, a ver qué tal» y luego volví sobre mis asuntos sin acordarme más del tema hasta que, anteayer mismo, un aviso del Spotify me comunicó que el trabajo en el que se resumen los conciertos bonaerenses de la gira que a estas horas le mantiene rodando sobre el asfalto ya estaba disponible para su escucha en línea. Pinché dos o tres canciones que volví a tararear después de bastante tiempo sin hacerlo («Ahora que…», «19 días y 500 noches», «Con la frente marchita») y tras comprobar que no me sentía especialmente emocionado apagué la cosa y me fui a ver la tele, consciente de que o bien no era el momento propicio o bien estaba asistiendo a la irrevocable fuga de mis entusiasmos juveniles.

Seguramente el problema es ése: Sabina y yo hemos envejecido, y es muy posible que ambos lo hayamos hecho mal, o no del modo que nos hubiese gustado. Hay un tópico, muy repetido, que dictamina que uno no debería conocer nunca a las personas a las que admira, porque inevitablemente éstas tenderán a decepcionarle. No puedo decir que fuera el caso: estuve dos o tres veces con él (una de ellas comiendo pulpo a la gallega) y no sólo no me defraudó, sino que en todos los casos me divertí bastante y salí de allí convencido de que Sabina era, pese a su reputación y toda la leyenda negra, una persona bastante normal. Tampoco se debe a que de repente haya dejado de interesarme su trabajo. Es cierto que sus últimos discos no son joyas de la corona, pero también que en todos hay alguna cosa que vale la pena guardar a buen recaudo, como es indudable que de su mano han salido algunas de las canciones más bellas que han entretejido la historia reciente de la música popular en España. Y si bien ya no me hacen gracia una buena parte de sus ocurrencias, me chirrían algunos ejes de su argumentario y empiezo a estar cansado de ciertas exigencias que parece marcarse en aras del cumplimiento de esa eterna pose de diletante, no puedo olvidar determinados episodios de mi biografía que están ligados a su música, igual que tampoco olvido ni la primera vez que le vi en directo sobre el césped del viejo campo de fútbol de Mieres, ni la noche en que asistimos al estreno mundial de 19 días y 500 noches —que entonces era aún un trabajo inédito— en la plaza de toros de El Bibio ni que fui uno de los testigos de aquel famoso gatillazo en el teatro Jovellanos tras el cual salí en su defensa con un entregado artículo que debe de andar perdido por los limbos predigitales. Quiero decir que sigo teniendo mucho cariño a lo que Sabina es o representa, o al menos a lo que fue o representó para mí en cierta época, pero al mismo tiempo he de reconocer que a estas alturas he perdido fuelle, y no sé si merece el esfuerzo mantener viva una relación cuando pesa más la fidelidad hacia el pasado que el aprovechamiento del presente. He intentado averiguarlo: Joaquín Sabina actuará en Gijón el próximo mes de abril y, después de escuchar esas tres muescas de su última grabación en vivo y en directo, intenté comprar un par de entradas para el concierto igual que los matrimonios crepusculares se permiten de vez en cuando cenas románticas para hacerse a la ilusión de que todo continúa exactamente igual que el primer día. Descubrí que ya se habían agotado, y aunque la eventualidad me contrarió lo cierto es que el enfado no tardó nada en pasárseme. Probablemente porque intuyo que lo nuestro no volverá a ser nunca lo mismo, y que el medio millar de noches que Joaquín y yo hemos pasado juntos ya han sido las mejores.

sabina

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