Desembocamos en Hondarribia, la antigua Fuenterrabía, en el inicio de un atardecer lluvioso en el que el cielo colma de gris las luces de la frontera. Hay ciudades por las que uno pasa sin esperar más de lo que pueda prometer su propio nombre escrito en los mapas, la simple expectativa que procura una fugaz parada y fonda entre las dos etapas de un viaje demasiado largo para ser hecho en una sola sentada, y a las que llega con la única aspiración de relajar un poco el alma y el cuerpo tras unas cuantas horas de trayecto por las carreteras y autopistas que le conducen de vuelta a la rutina. Caminar por una ciudad desconocida cuando ya está anocheciendo y la atmósfera se tiñe de un profundo azul oscuro y comienzan a encenderse las primeras farolas supone una experiencia un tanto alucinógena: uno intenta mirar aún a sabiendas de que no ve del todo, procura admirarse ante aquello que no alcanza a discernir completamente y se hace a la ficción de estar descubriendo algo que, en realidad, sólo puede quedar entrevisto en la conciencia.
Hondarribia está al pie del Bidasoa. Desde el paseo que recorre su ría se ven, al fondo, las luces de Hendaya. Todos los territorios fronterizos tienen algo de enigmático por cuanto en ellos confluyen personas que van y vienen sin resolver quedarse nunca, seres inestables cuyo tránsito termina conformando la seña de identidad más acendrada de los espacios que piensan abandonar incluso antes de llegar a ellos. Recorremos las calles del casco antiguo bajo la lluvia y un poco a tientas, porque se va haciendo de noche y todo nos parece un pequeño laberinto hasta que nos vemos ante las puertas del palacio que perteneció a Carlos V y que preside hoy una amplia plaza desde la que se vislumbra, muy cerca y a la vez muy lejos, la expectativa del mar. Entramos en la iglesia de Santa María, sorprendentemente abierta a estas horas tan intempestivas, y su portentoso interior gótico arroja un aire espectral, enfatizado por los ecos de los cantos de una formación vocal que ensaya en su interior y a la que escuchamos pero no vemos hasta que, llegados a un punto de la nave central, nos volvemos para descubrir ante nosotros la inmensidad del coro. Proseguimos después nuestro recorrido por las callejuelas vacías, y algo más tarde nos enteraremos de que las ventanas de nuestro hotel permiten ver la fachada de la casa donde, según cuenta la leyenda, pernoctaron Felipe el Hermoso y Juana la Loca cuando viajaron desde Bruselas para tomar posesión de sus dominios castellanos y aragoneses. Tuvo que ser muy similar a ésta la primera visión que tuvieron del que iba a ser su reino, bañada por esta luz de frontera que lo impregna todo con una incandescente fugacidad de ocaso.