No siempre ocuparon los restos de Antonio Machado el lugar donde hoy reposan en el cementerio de Collioure. Su fallecimiento se produjo en unas circunstancias históricas y humanas tan penosas que hubiera terminado en una fosa común de no ser porque Pauline Quintana, la propietaria del hotel donde pasó sus últimos días y simpatizante confesa de la causa republicana, se ocupó de que una familia amiga le cediese un modesto nicho en el último rincón del camposanto. Fue otro exiliado, Josep Maria Corredor, quien se encargó, casi veinte años después, de abrir una suscripción popular con la que ofrecer un sepulcro digno para el cuerpo del poeta. A él se le debe esa tumba sobria y elegante que preside el cementerio como un mascarón de proa, ese túmulo donde nunca faltan flores y a cuyo alrededor se van amontonando lentamente escritos y recuerdos. La exhumación y traslado de los restos de Machado y su madre se produjo en 1958. Corredor, que además de escritor era secretario personal de otro desterrado ilustre, el violonchelista Pau Casals, transmitió a los organizadores del acto el ofrecimiento de éste para dar un pequeño concierto con el que rubricar la ceremonia. Los organizadores desecharon la idea: dijeron que Machado había sido un hombre austero, sin ninguna querencia por pompas ni alharacas, y el homenaje consistió únicamente en la mudanza de los féretros y la pronunciación de unas pocas palabras necesarias para celebrar al intelectual y glosar la pérdida del hombre. Pocos supieron que, unos días después, un paseante solitario entró en el cementerio de Collioure, colocó una silla ante el túmulo recién inaugurado y ofreció un mínimo recital de violonchelo que no buscaba más público que el que constituían Antonio Machado y su anciana madre. En silencio, rodeado del murmullo del viento y abrazado por la lánguida armonía de las lápidas circundantes, Pau Casals interpretó el «Cant dels ocells» como quien profiere un grito en medio del desierto, seguramente porque necesitaba dar cauce a su resignación y a su rabia, satisfacer la necesidad de reivindicar una causa perdida mediante el tributo sosegado a quien había sido uno de sus defensores más acérrimos.
El sábado por la noche, muy cerca del lugar donde se celebró aquel concierto que no llegó a escuchar nadie, tuvimos ocasión de cenar con la hija de Corredor, Rose-Marie, y escuchar de su boca esa historia conocida que ya se ha contado tantas veces. El «Cant dels ocells» es una pieza hermosa. Utilizada como himno por los partidarios de Carlos de Austria en la Guerra de Sucesión, suelen interpretarla en Cataluña durante las celebraciones navideñas y en las despedidas de fallecidos ilustres. Aunque nadie sabe cuándo ni dónde se compuso, son muchos quienes la asocian a la figura del propio Casals, quien la tocó al violonchelo en numerosas ocasiones, una de ellas en la sede de las Naciones Unidas. Es una música que entristece y reconforta al mismo tiempo («Todo árbol reverdece, toda planta florece, como si todo fuese primavera»), como alivia el enfrentarse cara a cara a las cosas que uno sabe justas aunque no hayan corrido la mejor de las suertes. Yo me acordé mucho de Pau Casals al día siguiente, 22 de febrero, cuando unos minutos después del mediodía nos desplazamos hacia el cementerio para hablar y recogernos delante de la tumba de Machado. Es evidente que España ha sido siempre un país con tendencia a dejar mal cerradas sus heridas, cuando no a permitir que se pudran abiertas por los siglos de los siglos, e igual que resulta intolerable que aún yazcan enterrados en las cunetas miles de muertos anónimos, no estoy nada seguro de que hayamos sabido tratar a nuestros exiliados con el cariño, el respeto y el reconocimiento infinito que merecen. Hace dos días, en el cementerio de Collioure, algunos de sus descendientes se emocionaron hasta el llanto recordando el modo en que sus familiares habían tenido que cruzar la frontera y desentenderse de todo cuanto habían poseído. Todos sentían la necesidad de contar sus historias personales, sobre todo si quienes estaban dispuestos a escucharlas procedían de la propia España. Un hombre me pidió que le hiciese una fotografía enarbolando una bandera republicana y después me relató que sus progenitores habían tenido que emigrar a Narbonne desde Andalucía para huir de un régimen que les perseguía y amenazaba. Se sentía francés, pero también andaluz, y estaba muy orgulloso de conservar el acento de su tierra. Se me acercó después otro, vecino de Marsella, que me contó cómo su padre había tenido que abandonar la casa familiar de Villabona de Asturias, y los sufrimientos que padeció en el campo de refugiados de Orán antes de llegar a la costa gala, donde se afincó y construyó su propio mundo, dominado siempre por la melancolía. «Él ya se ha muerto», me dijo, «pero se empeñó en comprar una casita en el pueblo, y yo voy a Asturias todos los veranos para rendirle homenaje». No, no sé si hemos tenido nunca muy en cuenta a nuestros exiliados, hombres y mujeres que fueron españoles en el extranjero y extranjeros en España, perpetuamente desterrados de sí mismos, y a los que demasiadas veces nos referimos como si su condena fuera una simple abstracción, un escollo superado de la Historia. El año pasado se cumplió el septuagésimo quinto aniversario de la muerte de Antonio Machado en Collioure. La Fondation que lleva el nombre del poeta y que mantiene vivos su legado y su memoria al otro lado de los Pirineos cursó una invitación al Gobierno de España para que asistiera al homenaje. No exigían la presencia del presidente, ni siquiera pretendían que acudiera algún ministro. Se conformaban con que desde las altas instituciones del Estado se enviase a alguien, quien quiera que fuese, para representar allí al país donde había nacido y pasado la mayor parte de su vida el poeta, alguien que interviniera en nombre del Gobierno al que el propio Machado defendió hasta el punto de verse obligado a dejar transcurrir sus últimos meses en un constante calvario. No acudió nadie. Sí lo hicieron, fieles a su cita, los exiliados y sus descendientes, los mismos que volvieron allí este año y que lo harán a buen seguro el que viene, navegantes solitarios por las marejadas de la Historia, perpetuos intérpretes de un silencioso «Cant dels ocells» (todo árbol reverdece, toda planta florece, como si todo fuese primavera) que nos recuerda que vale la pena dejarse la piel en determinados empeños si, a cambio, uno puede reconocer todos los días su propia cara en el espejo.