Pude conocer a José Avello en el último mes de 2013 porque Fernando Menéndez consiguió dar con él para traérselo del brazo hasta la Biblioteca del Fontán, y hacia allá nos fuimos Alejandro y yo con la expectación de quien acude a admirar un tótem antiguo que, contra todo pronóstico, emerge de las aguas para hacerse ver unos instantes. Llegaba desde Madrid, pero por su porte mayúsculo de hombretón cantábrico y su actitud de guerrero cansado parecía, más que un escritor, un arponero que recién venía de dar caza a la que ya intuía que iba a ser su última ballena. Yo le veneraba —era imposible no venerarle si se habían leído sus escritos— porque varios años atrás Álvaro Díaz Huici me recomendó que, a la menor posibilidad, me echara a los ojos Jugadores de billar (Alfaguara), una novela que cualquiera habría querido escribir, pero que se le vino a la cabeza a un señor de Cangas del Narcea que nunca tuvo vocación de figurín y supo ir dándole forma con años y paciencia hasta pergeñar una obra que merece mejor suerte de la que, de momento, le han deparado los tiempos.
José Avello tenía un poco no sé si de Bobby Fischer o de Salinger. En cualquier caso, la suya era una actitud netamente subversiva en esta era tan proclive a mercadotecnias y exhibicionismos: aparecía cada veinte años, presentaba un libro y luego desaparecía del mapa sin dar pistas sobre su paradero ni emitir señales de humo para que le localizasen curiosos y palmeros. Se le deben dos novelas, La subversión de Beti García —con la que fue finalista del Nadal en 1983— y la citada Jugadores de billar, ambas hoy inencontrables salvo que uno se deje las pestañas en comercios de lance o en librerías provistas de un fondo a prueba de best sellers. La primera aún no he podido leerla, pero la segunda es tan buena que posiblemente merezca considerarse como la verdadera continuadora de La Regenta, por cuanto retrata de un modo tan fidedigno como descarnado al Oviedo que, en trance de incorporarse al siglo XXI, intenta renegar del nepotismo vetustense sin lograr sobreponerse del todo al abrumador peso de las referencias. También porque, con el retrato y la glosa del gris devenir diario en una sombría ciudad de provincias, toma con autoridad el pulso a una región y un país, enfrentados en negro sobre blanco a su propia luz y sus propias miserias. Al acabar aquel acto en la biblioteca, José Avello nos contó que mucha gente se quejaba de lo difícil que era encontrar su último libro, y se lamentó una o dos veces de que ninguna editorial mostrara el menor interés por reeditarlo, como si le doliera ver que los ecos de su prosa se iban quedando extraviados en la estela que marca el paso del tiempo. Yo le comenté que muy poco antes, sólo unos meses atrás, había publicado en el suplemento cultural de La Vanguardia un artículo acerca de la Vetusta de Clarín, y que en un pequeño despiece dedicado a la literatura asturiana de hoy en día mencionaba Jugadores de billar como una novela imprescindible para comprender la Asturias de nuestra época. Él, muy educadamente, me dio las gracias y me apuntó su dirección de correo electrónico en la primera página de mi ejemplar —«envíame ese artículo que dices, si haces el favor»— antes de ir a cenar con unos familiares. Le prometí que así lo haría, pero aquella noche llegué tarde a casa, el libro quedó orillado en un rincón del cuarto, fueron pasando las semanas y no volví a acordarme de aquel recado que hoy quedará ya pendiente por toda la eternidad. José Avello ha fallecido esta mañana, y con su muerte se cierra una partida en la que dio dos golpes maestros e hizo, al menos, una soberbia carambola.
Foto: Modem Press