Las correcciones

Es el momento más anhelado y, a la vez, el más temido por todos aquellos que nos dedicamos a escribir. Uno rasga el sobre donde vienen las galeradas con la plena noción de que en ese instante se abre un punto de no retorno a partir del cual la escritura será una partida que se juega a todo o nada y ya no habrá ocasión para remendar deslices indeseados. A medida que los ojos echan un primer vistazo al mazo de folios, mientras se comprueba que la maquetación casa del mejor modo posible y no hay fallos tipográficos que resulten evidentes, es inevitable sentir esa anticipación del vacío que llega al constatar que las palabras que durante tanto tiempo fueron nuestras en exclusiva lo serán pronto también de otros, y que estamos a sólo unos pocos pasos de desentendernos de varios meses o años de trabajo para permitir que amables desconocidos lean y juzguen lo que ocupó tantas tardes de zozobra y tantas veladas de insomnio.

Hace unas noches, en la soledad de un cuarto de hotel de Barcelona desde cuya terraza podía ver cómo se recortaban sobre el cielo las torres de la catedral y del palacio que corona la bellísima plaza del Rey, puse el punto final a las correcciones del que pronto será mi nuevo libro, que me ha tenido ocupado durante cerca de un trienio y que, por circunstancias del azar, ha terminado contando con la bendición del mejor de los padrinos. Unas horas antes había estado tomando café con el escritor Diego Prado y en nuestra conversación nos referimos varias veces a esa cosa tan complicada que es el oficio de escribir. No quise evitar el tener en cuenta algunos retazos de aquella charla mientras procuraba enfrentarme al texto con otros ojos que no fueran los míos para comprobar que cada sustantivo, cada adjetivo, cada símil o cada digresión más o menos acertada, encajaban bien en el conjunto, se plegaban a sus márgenes y no se desviaban en tangentes ni incurrían en distorsiones insalvables. Como me ocurre siempre, no fui capaz de evadirme del vértigo que siempre me invade tras datar definitivamente el libro, cerrar la carpeta y prometerme a mí mismo que no volveré sobre él si no es para comprobar que mis observaciones se han tenido en cuenta. Luego salí otra vez a la terraza para echar un último cigarro y mentalizarme de que pronto habrá que poner manos a la obra para rellenar el hueco que dejan los libros propios cuando definitivamente se van de uno: empezar a escribir otro.

galeradas

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