Salgo a las Ramblas para ascender por ellas en busca de la boca de metro que conecta la legendaria avenida barcelonesa con la amplitud desaforada de la plaza de Cataluña. He quedado allí con unos amigos para encaminarnos juntos hasta el Museo Marítimo, donde en poco más de una hora se leerá el fallo del Biblioteca Breve, y aunque voy bien de tiempo no puedo evitar que el ritmo enloquecido de la gran ciudad se traslade al compás de mis propios pasos, que aceleran a medida que se cruzan con los de quienes, mucho más apresurados y movidos por obligaciones impostergables, caminan en dirección contraria. Reparo en la hora al llegar a la altura de la Boquería, y entro en el mercado para sosegar un poco el ímpetu y dejar pasar algunos minutos entre los olores y colores de este raro zoco que ha sabido preservar ciertas esencias de la Barcelona tradicional en medio de un centro urbano completa y vergonzosamente vendido a las veleidades turísticas. Es al salir y retomar el ascenso cuando saco el teléfono móvil del bolsillo para comprobar el correo electrónico. Me han llegado nueve mensajes nuevos. Cinco de ellos son basura, otro es el aviso de una newsletter y hay uno más que tiene que ver con el trabajo pero no reviste urgencia. Son los dos restantes los que, por inesperados, llaman desde el primer momento mi atención. Uno es de Marie Garcia —secretaria de la Fondation Antonio Machado de Collioure y docente jubilada a la que conocí el año pasado, cuando viajé al sur de Francia para pasar las vacaciones y escribir una crónica que se terminó publicando en la revista Qué Leer—, quien en las primeras líneas hace alusión a una «sorpresa» que, según deduzco, me han dado en un mensaje anterior, el otro que permanece sin leer en la bandeja de entrada y que me remite Christian Lagarde, profesor de Literatura en la Universidad de Perpignan, para notificarme que he ganado el Premio Internacional de Literatura Antonio Machado.
Siempre alegra recibir premios, porque la del escritor es una tarea solitaria y difícil y uno nunca está seguro de que lo que escribe valdrá la pena. Reparo en la coincidencia de que se cumplen justamente diez años desde que me anunciaron que había ganado mi primer galardón, el Asturias Joven de Narrativa, y que por tanto ha transcurrido ya una década desde que se inició mi carrera como escritor —si es que se la puede denominar de ese modo—, sin que esas dudas y esas inseguridades hayan dejado de estar presentes en ese instante decisivo en el que uno se dispone a dar por terminado el libro y sigue desde la distancia el camino que siguen sus folios deslavazados desde que abandonan sus manos hasta que vuelven convertidos en libro, previo paso por la imprenta. Saber que hay personas que han leído lo que escribes y consideran que merece estar un peldaño por encima de lo que han escrito otras personas a las que no conoces y que provienen de distintas partes del mundo no deja de ser un estímulo que se agradece, mucho más en este caso en el que el reconocimiento se adecúa a su objeto y todas las piezas casan como si, más que una maniobra propiciada por el azar, el plan se hubiese urdido desde el inicio como un perfecto rompecabezas en el que no había lugar a distorsiones.
No puedo hacer pública la noticia hasta el día 22 de febrero, fecha en la que tendré que estar en Collioure para recibir el premio, pero tampoco soy capaz de esperar y allí mismo, en el nacimiento de las Ramblas, telefoneo a unas pocas personas que tienen que estar al corriente. Le transmito la noticia a Sofía, a mis padres, a mi hermano y a José Luis Argüelles, que me acompañó en el que fue mi segundo viaje a Collioure y, al enterarnos allí los dos de la existencia del premio, me animó a que presentase el manuscrito que traía entre manos. También, y él fue de los primeros, a Álvaro Díaz Huici, el editor que apostó por el libro cuando pocos quisieron hacerlo y me ofreció casa y confianza y no puso ningún reparo cuando le pedí que retrasáramos la fecha de publicación para acompasarla al fallo de un premio al que me había decidido presentar a última hora. Es difícil contener la alegría cuando llega de improviso y uno no ha hecho acopio de la entereza necesaria para camuflarla ante los ojos de los extraños. Por eso, cuando llegan mis acompañantes en este mediodía barcelonés —los escritores Jordi Corominas, Sergio del Molino y Miguel Ángel Hernández, también la agente literaria Ella Sher— les doy unas breves pinceladas y recibo sus felicitaciones antes de buscar todos juntos alguna terraza acogedora en los resquicios del barrio chino. Tampoco se lo puedo ocultar a Milo J. Krmpotic’ ni a Sergio Gaspar, con quienes comparto café, risas y maledicencias esa misma tarde en las mesas de El Velódromo, del mismo modo que quise que participaran de mi alegría dos buenos amigos, Ignacio Martínez de Pisón y Ricardo Menéndez Salmón, con quienes he coincidido en la comida. Siempre me ha ido bien en Barcelona: aquí tuve una editorial, aquí están las sedes de la mayoría de las publicaciones en las que he colaborado y aquí he hecho y mantenido amistades sin las que esta ciudad se me antojaría incomprensible. Aquí he recibido hoy, además, una buena noticia que, ahora me doy cuenta, ha estado precedida de un presagio dulce e involuntario: ayer mismo, cuando el sol despuntaba en lo más alto, tomé un tren hasta la zona de Sant Gervasi para acercarme a visitar la Torre Castañer, el último edificio en el que vivió Antonio Machado antes de abandonar España y del que se fue cuando el avance de las tropas franquistas le obligó a exiliarse junto a su familia y emprender el camino que, unos pocos días más tarde, le conduciría a un pequeño pueblo de pescadores perdido en el sur de Francia que recibía el nombre de Collioure.