El tiempo de las nieves

Aquella mañana despertamos y la ciudad nos recibió con una nevada homérica. Nos encaminamos hacia el instituto, pero no llegamos a entrar porque se había decretado una huelga. Los del sindicato de estudiantes eran así: convocaban sus reivindicaciones sobre el terreno, según les atacaba la inspiración en la breve distancia que mediaba entre su casa y las aulas, sin advertencias previas, y era el azar quien se encargaba de que esas algaradas matutinas coincidiesen con las previas de algún partido de fútbol o determinadas incidencias del clima. Normalmente la cosa funcionaba de este modo: llegábamos ante las verjas del insti y veíamos allí a cientos de pimpollos exactamente iguales a nosotros que, en un silencio tenso, aguardaban la consabida escena en la que el director se aproximaba hasta nuestras posiciones para pedir que hiciésemos el favor de recuperar la cordura; luego, comenzaba a expandirse un rumor sordo cuya procedencia exacta nadie era capaz de adivinar (algo así como un «uh, uh, uh, uh») y algún neobolchevique precoz se sentía legitimado para tomar la palabra y decir que aquello era una mierda (sin llegar a detallar nunca qué era «aquello») y que nosotros no íbamos a ser jamás parte del juego (sin especificar a qué «juego» se refería, ni cuáles eran sus reglas). El director hacía un par de gestos medio grandilocuentes, comprobaba que su poder de convicción era bastante inferior al del inopinado y efímero líder de masas y se daba la vuelta con un aquél de «por mí que os vayan dando» tras el cual nos dispersábamos para protestar según a cada cual le diera el entendimiento, que casi siempre era tomando un café en la planta baja de El Desván y apuntándonos después a la primera timba de futbolines que se armara en la sala de juegos más cercana. Esto es así: quien no haya faltado al menos una docena de veces a clase amparándose en el santo derecho a reivindicar causas ignoradas, pero impostergables, no puede decir que ha estudiado en la pública.

Pero estaba contando que aquella mañana nevó y que, tras comprobar fehacientemente que los del sindicato habían vuelto a hacer bien su trabajo, unos amigos y yo estuvimos de acuerdo en que, dadas las circunstancias, lo mejor que podíamos hacer para honrar nuestra condición de estudiantes comprometidos era ir hasta el barrio de mis abuelos para librar una batalla encarnizada de bolas de nieve y estar dándonos leña hasta que llegara la hora de comer. Dicho y hecho: durante cuatro o cinco horas nos revolcamos como animales por los patios abiertos entre las viviendas de ladrillo rojizo y, cuando dieron las dos y pico, regresé a casa con la ropa empapada y una gripe que me tuvo metido en cama el resto de la semana. Ahora que han vuelto las nieves (me gusta decirlo así, en plural, como se dice o se decía en los pueblos), ya no tengo abuelos ni clases que pirar ni amigos de los que echar mano para tomarnos la justicia por nuestra voluntariosa ídem, pero me entero igualmente de las crudezas del invierno al encender la televisión y encontrarme al otro lado de la pantalla con apreciados compañeros a los que no puedo dejar de compadecer y admirar a partes iguales: mujeres y hombres pertrechados bajo sus plumíferos, con las alcachofas espolvoreadas por los copos y firmemente entregados a la abnegada e ingrata labor de informarnos a nosotros, sus conciudadanos, de que, en efecto, es invierno y está nevando. Les veo internándose por senderos que conducen hasta pueblos abandonados de la mano de Dios y de la Historia, esperando al pie de los desvíos a tal o cual autopista a que les den paso desde el estudio, resumiendo las vicisitudes del tráfico ante las bocas de los túneles que separan los peñascos norteños de las planicies mesetarias, y me pregunto en qué momento exacto permitimos los del gremio que se nos diera gato por liebre de tal forma que hasta llegamos a aceptar que también lo obvio, si se adereza bien, puede llegar a ser noticia. Qué pena que no exista un sindicato de periodistas potente y vertebrado, una agrupación que, al modo de aquellos jovenzuelos despechados de mis años estudiantiles que con tanto garbo y buen hacer subrayaban las fechas elegidas en sus calendarios privados, interrumpa en las mañanas invernales el bullir perezoso y frío de las primeras horas en las redacciones con un sordo «uh, uh, uh, uh» para aprovechar la circunstancia y proclamar a los cuatro vientos que esto es una mierda, que así no hay quién trabaje y que todo el mundo a casa. Para reivindicar de una vez por todas el sagrado derecho de los periodistas a no informar de lo que nada dice, y a utilizar la nieve para hacer bolas en vez de ver en ella un recurso fácil con el que rellenar inocuos minutos del telediario.

institutonieves

Foto: José Ramón Viejo

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