Se ha dado siempre, pero el fenómeno viene adquiriendo mayor notoriedad desde que las redes sociales han irrumpido en nuestras vidas. Uno expone una opinión o un dictamen entre las personas más o menos próximas y, si obtiene un refrendo mayoritario, entenderá no sólo que su juicio es acertado, sino que también lo serán aquéllos que vaya emitiendo después, como si su nombre se convirtiese en un argumento de autoridad por sí mismo y el haber sido aplaudido o apoyado en un determinado contexto haya de convertirse en algo extrapolable al jamás de los jamases. Willy Toledo, que es o era un buen actor —a mí me hicieron especial gracia sus interpretaciones en Alejandro y Ana, aquel estupendo montaje con el que Animalario satirizó el bodorrio aznarita en la solemnidad escurialense—, dio el paso al frente y se ubicó en primera línea del análisis político cuando este país volvió a posicionarse, después de mucho tiempo, y la gran mayoría estuvimos de acuerdo en que no era atinada la reforma del subsidio de desempleo, el naufragio del Prestige se estaba gestionando rematadamente mal y había razones fundadas de que ni en Iraq conspiraban células yihadistas ni se escondían por allí depósitos de armas de destrucción masiva. En aquel momento Toledo dio su opinión, y su opinión coincidió con la de muchos, y se le aplaudió y se le elogió y se ponderó su decisión de posicionarse en el escenario público además de sobre las tablas de los teatros. Y posiblemente embriagado por ese aplauso atronador, acaso mucho más sonoro que los que hasta entonces había cosechado gracias a su carrera, pensó que su palabra, por ser suya, tenía un valor especial, y que cuanto decía, por el mero hecho de ser dicho, alcanzaría un rango de verdad incontestable.
Ahora Willy Toledo ha dicho por ahí que el vídeo en el que se muestra cómo los atacantes de la redacción del Charlie Hebdo disparaban y remataban a un policía musulmán en una calle de París que está muy próxima (qué ironía) a la plaza de la Bastilla es un montaje elaborado con la finalidad —esto no lo ha dicho, pero se infiere de sus palabras— de continuar criminalizando a los musulmanes. Como su aseveración no tiene un pase y en seguida se han alzado voces reprobando su comentario, hay quien se ha apresurado a reivindicar el derecho que el actor tiene a ejercer la libertad de expresión. Confluyen aquí dos falacias de origen reciente, pero rara vez cuestionadas en estos tiempos en los que hablar cada vez es más sencillo y casi nadie se da por aludido cuando alguien le señala las contradicciones en que incurre o las mentiras que propaga. La primera es ésa que mencionaba en el párrafo anterior y por la que alguien que tuvo o creyó tener razón una vez piensa que, dado que acertó en su momento, lo lógico es que cuanto escriba o diga vaya a ser acertado siempre. La segunda tiene que ver con esa mentira tan extendida que trata de convencernos de que todas las opiniones son respetables. No es así. Todo el mundo tiene derecho, faltaría más, a opinar lo que le venga en gana, pero nadie puede exigir que se respete su opinión si ésta no cuenta con unos fundamentos mínimos en los que sostenerse. No todos estamos capacitados para sentar cátedra acerca de cualquier cosa, ni podemos pretender que nuestros juicios no sean rebatidos por quienes saben más que nosotros o se han molestado en documentarse a propósito de ciertos temas. Las opiniones pueden formularse libremente, pero quien decide hacerlas públicas ha de estar dispuesto a que se le rebatan, o a que se demuestre su falsedad, y por supuesto está obligado a asumir las consecuencias que puedan derivarse de ellas. Algunos han dicho que se defendía la libertad de expresión en Francia con tanto énfasis como se despreciaba aquí la de Willy Toledo. Tampoco eso es cierto. Willy Toledo puede opinar lo que le dé la gana, y de hecho lo hace, y está muy bien que así sea, pero lo que no puede pretender es que nadie venga luego a decir que sus opiniones son una sandez.