La libertad de expresión es uno de los eslabones más débiles en la cadena de nuestras sociedades, pero también, y pese a eso, un pilar fundamental para construir desde sus cimientos un régimen de igualdad y de progreso, una plaza virtual donde mirarnos a los ojos y reconocernos en nuestros semejantes. La libertad de expresión ha volatilizado dictaduras, ha encarcelado delincuentes, ha desenmascarado a tramposos y ha acompañado la consolidación de sistemas imperfectos, pero dispuestos a asumir y remendar sus propias contradicciones. La libertad de expresión es una de las armas principales para combatir los abusos del poder, y por eso siempre se ha llevado mal con las religiones sin que el problema fueran éstas por sí mismas, sino quienes desde el principio de los tiempos han querido instrumentalizarlas para satisfacer y dar curso a sus objetivos de control.
Esta mañana han sido asesinadas doce personas en París por publicar un dibujo. Conviene decirlo así, con toda la sencillez y toda la simpleza, para calibrar adecuadamente la sinrazón que se encierra tras la frase. Los muertos no habían cometido ningún delito, al menos no ante la legislación vigente en el país en el que residían y trabajaban y cuyos ciudadanos eran los destinatarios de su labor diaria. Tampoco conocían a sus asesinos, ni les habían producido indirectamente daño o menoscabo. Todo fue tan rápido, tan premeditado, tan brutal, que es posible que alguno de ellos ni siquiera se enterase de que unos extraños habían irrumpido en la oficina, de que portaban fusiles de asalto, de que se disponían a acribillar a todo el que encontraran a su paso. Lo más terrible no es imaginar la escena. Lo más terrible es intentar asomarse al interior de las mentes de quienes deciden tomar por su mano una justicia innecesaria, preguntarse qué puede anidar en sus conciencias en el instante de apretar el gatillo, en qué momento llega alguien a juzgar que sus creencias, sus opiniones, su visión del mundo, son tan importantes y mayestáticas como para segar las vidas de quienes no las comparten, de quienes las cuestionan o las rechazan o plantean, cuando menos, un mínimo debate acerca de su razón de ser. Nos hemos acostumbrado de tal forma a los fanatismos, estamos tan cansados de escuchar cómo determinadas atrocidades pueden llegar a justificarse según la procedencia ideológica o intelectual de quienes las cometen, que conviene poner las cosas negro sobre blanco y en crudo —insisto: esta mañana han sido asesinadas doce personas en París por publicar un dibujo— para hacernos una idea de su verdadero alcance y empezar a ponernos de acuerdo en que no hay dios, ni patria, ni amo, que merezcan que en su nombre se derrame ni una mísera gota de sangre. Nos adentramos en el corazón de las tinieblas, y ni siquiera estamos seguros de que vayamos a encontrarnos allí con ningún Kurtz dispuesto a abrirnos los ojos y constatar que hemos llegado al único destino posible, aquél en el que uno alza la vista y sólo encuentra ante sí el rostro sanguinolento, voraz e ineludible del horror, el horror.