Madrid, desde la lejanía, podía ser tanto un chotis de Agustín Lara como un verso de Sabina, un artículo de Umbral o media novela de Galdós, una secuencia epifánica de El día de la bestia o cualquier delirio de Almodóvar. La llegada a Madrid, o su relato, se ha hecho tan tópica y socorrida que casi constituye en sí misma un género literario, una suerte de tradición subterránea o paralela en la que confluyen voces y latitudes ancladas en todas las orillas peninsulares, por más que ya no se lleve eso de tener que irse a Madrid para ser alguien y la Gran Vía cada vez esté más lejos de ser aquel Broadway castizo y cañí que pintaban las viejas crónicas para ir convirtiéndose en una sucursal prêt-à-porter de cualquier otra gran calle comercial del orbe. Y pese a todo, qué importante es llegar a Madrid cuando uno no ha llegado nunca antes y empieza a percibir el crecimiento, al otro lado de la ventanilla, de los mastodónticos edificios que salen a su paso. Qué fundamental aprehender el significado verdadero de la soledad al poner el pie en los andenes de las estaciones de tren de Atocha o Chamartín, o en la de autobuses de Méndez Álvaro, y constatar que no hay allí nadie esperándole. Qué crucial ese primer paseo con la maleta a cuestas, ese andar que es a la vez atrevido y temeroso por esas aceras inmensas por las que no deja de pasar gente que ni nos ve ni nos mira, personas para las que somos exactamente lo mismo que ellas son para nosotros: meras gotas de agua en el epicentro de un océano oscuro y proceloso.
Mis amigos suelen mirarme de reojo cuando les confieso que me gusta mucho Madrid. No entienden que me pueda atraer una ciudad en la que nadie conoce a nadie y donde lo suyo es sentirse como una mota de polvo en la superficie de un mueble por el que alguien pasará el trapo más antes que después, una ciudad que ni protagoniza las portadas del papel couché ni se escoge como telón de fondo para los posados de modelos rutilantes. Les horroriza mi afición a extraviarme por los pasadizos del metro y dejar pasar los minutos sumido en la observación de esos seres anónimos que van y vienen con sus comedias y sus dramas particulares sobre las espaldas. Me preguntan cómo puedo llegar a sentirme cómodo en un lugar en donde nadie parece estarlo —«qué solo estás en medio de tanta gente», cantaba Hilario Camacho— y del que todos pretenden escaparse a la mínima oportunidad que se presenta, por qué mientras ellos fantasean con las buhardillas del Barrio Latino de París, los bares del Soho londinense o el glamour de los rascacielos neoyorquinos, a mí me basta con evocar mis paseos arriba y abajo por Huertas o por Atocha, mis visitas esporádicas a las salas del Museo del Prado, mi primer descubrimiento de las sendas del Retiro, la emoción que me produjo el encontrar donde una vez se erigió la imprenta que dio a luz a la primera edición de El Quijote. Mis amigos me interrogan acerca de todo eso y yo nunca sé qué responderles porque siempre me preguntan cuando estoy lejos de Madrid, y la única respuesta firme únicamente asalta al pisar sus calles de nuevo y darme el lujo de extraviarme sin prisa ni pausa por sus rincones más recónditos. Sólo entonces reparo en que siempre estoy extrañando algo de Madrid cuando no estoy en Madrid, y en que siempre que regreso a Madrid me siento exactamente igual que si estuviera volviendo a casa.