En el último año he publicado dos artículos, uno en el suplemento cultural de La Vanguardia y otro en Qué Leer, en los que proponía sendos recorridos por el Oviedo de hoy siguiendo las huellas de la Vetusta que Leopoldo Alas Clarín engendró en las páginas de La Regenta. El tiempo hace su trabajo con tanta vehemencia, para bien y para mal, que muchas veces nos lleva a extraviar la perspectiva adecuada desde la que otear las dimensiones de las cosas. Tenemos tan asumido que La Regenta es uno de los clásicos por excelencia de nuestra literatura, tenemos tan interiorizados los giros de su trama y sus trasfondos argumentales —se hicieron incluso dos adaptaciones cinematográficas, una algo irregular de Gonzalo Suárez y otra bastante más lograda a cargo de Fernando Méndez-Leite—, que a menudo olvidamos que su lectura estuvo prácticamente vetada durante casi medio siglo, y que sólo gracias a la perseverancia de ciertos editores y algún que otro profesor universitario que se atrevió a pelear contra el dogma establecido desde la ortodoxia se pudo, al fin, disfrutar de sus virtudes en todo lo que valían, que era muchísimo. Igual que ocurre con casi todos los clásicos, La Regenta es mucho más citada que leída, también o sobre todo en Oviedo, donde las estirpes de más rancio abolengo no dudan en llenarse la boca con el topónimo Vetusta sin reparar en que, al emplearlo, hacen más bien poco por dignificar a la ciudad en la que tienen cuna y hacienda.
Yo me he sumergido en sus páginas por dos veces, y en ambas he disfrutado por igual de una narración que sigue siendo moderna al cabo de una centuria. Resulta difícil sustraerse al influjo de un inicio tan poderoso como aquél que muestra el acelerado ascenso de don Fermín de Pas a las alturas desde cuya atalaya podrá contemplar a su presa, rechazar la tentación de analizar junto a él los biorritmos de una ciudad ficticia que se ancla en los cimientos de otra real en la que aún es posible distinguir las líneas maestras que orientaron al escritor que la decidió utilizar como base sobre la que asentar sus ficciones. Hace tiempo, Carlos Luis Álvarez escribió que La Regenta debió haberse titulado El Magistral por ser esta figura la que de verdad desprende su torrencial carga magnética a lo largo de toda la novela. No hace mucho, tuve la oportunidad de sujetar entre mis manos el manuscrito original y comprobé cómo, en el margen superior de la primera página, se apreciaba, medio difuminada, la palabra Vetusta, como si Clarín hubiese barajado la opción de titular con esa palabra, que terminó resultando proverbial y definitoria, la que con el tiempo se terminaría erigiendo en su obra cumbre. De lo que no hay duda es de que ambas impresiones —la de aquel periodista que gustaba de firmar sus crónicas con el seudónimo de Cándido y la del propio autor— confluyen en ese inicio monumental en el que el escenario se nos presenta por su rasgo más idiosincrático: la torre de la catedral y todo lo que se oculta bajo sus filigranas góticas. Secretamente, siempre había deseado encaramarme ahí arriba para poder escudriñar las calles de Oviedo del mismo modo que Fermín de Pas pudo escudriñar las de Vetusta, y cuando unos días atrás se me puso delante la oportunidad y se lo comenté a Adolfo Rodríguez Asensio, éste me dijo: «En cuanto subas podrás comprender perfectamente La Regenta». A la torre («poema romántico de piedra», «delicado himno de dulces líneas de belleza muda y perenne», «índice de piedra que señala al cielo», según afortunadas definiciones de los primeros compases clarinianos) se accede por una portezuela que se abre a los pies de la nave meridional, y para llegar a lo más alto hay que trepar por una peliaguda escalera de caracol que cuenta con ciento ochenta peldaños y pasar antes por dos salas intermedias, la del contrapeso y la de las campanas —allí sigue la famosa Wamba, la más antigua de Europa, ochocientas toneladas de bronce atravesando impertérritas el discurrir de los siglos—, antes de desembocar bajo las filigranas de la magnífica aguja que en el XVI dejó rematado para siempre el mascarón de proa catedralicio. Asomado a los balcones, compartiendo la visión que podría tener un pájaro volando a ochenta metros de altitud, la ciudad parece un juguete, una maqueta a escala que alguien ha depositado sobre una alfombra extendida entre la sierra del Aramo y el monte Naranco para uso y disfrute de quienes pretendan gozar de ella desde una posición reservada a los mismos dioses o a sus mundanos representantes. Cuando Clarín escribió La Regenta —cuando él también subió, si es que tuvo la ocasión, a estas mismas alturas— no existía la amplia plaza que se abre ahora ante el pórtico. Había, en ese solar, un entramado irregular de casuchas menestrales, construcciones de una o dos plantas reservadas a los humildes, severamente escrutados desde la basílica que se erguía ante sus puertas con aires de titán plenipotenciario. En efecto, es fácil imaginar desde lo alto la sensación de autoridad que tenía que embargar a Fermín de Pas cuando, armado con su catalejo e inconsciente de que él a su vez estaba siendo vigilado por dos monaguillos, dejaba que su vista deambulase de tejado en tejado, de patio en patio, paseando desde los palacetes del Oviedo antiguo —que en Vetusta era la de La Encimada— hasta las chimeneas de las fábricas que ya no existen o no funcionan, pero cuyo correlato contemporáneo bien puede hallarse en la central térmica cuya humareda se hace bien visible al fondo, al pie de las montañas. Uno puede recrear la complacida soledad del magistral recorriendo el mirador de esquina a esquina, encaramado a las cuatro balaustradas dispuestas ante sus correspondientes puntos cardinales, y soñar su mismo gozo al comprobar que le bastaba ese mínimo gesto, ese esfuerzo encomiable aunque llevadero —ciento ochenta escalones, no son moco de pavo— para sentir que a sus pies se postraba una ciudad entera que estaba obligada a desenvolverse bajo sus designios. Los mismos designios que silenciarían los ecos de la inmensa novela que los denunciaría al reflejarlos, desnudos y ridículos, ante el espejo de su propia infamia. La misma ciudad, y a la vez otra distinta, que yo pude tener ante mis ojos en un lánguido atardecer de diciembre, a esas horas en que las luces vespertinas entonan su canto del cisne para retirarse y dar lentamente paso a las turbias complicidades de la noche.
Foto: Manuel Fernández