Al descorrer el velo, el viejo Rey se encontró con su imagen de veinte años atrás y creyó que, en vez de en los reconocibles aposentos del palacio de sus antepasados, se hallaba confinado en el reverso tenebroso de un relato de Oscar Wilde. Dijeron que era él quien le observaba desde el otro lado del lienzo, pero no puedo estar completamente seguro. También dijeron que era su esposa la mujer que le acompañaba en la tela, pero vio en ella notables diferencias con la esposa de carne y hueso que, de pie junto a él, contemplaba la magna obra con idéntico estupor. El viejo Rey lo intentó, pero no acertaba a reconocerse del todo en la estampa del hombre aún apuesto y, hasta cierto punto, joven que miraba al frente con una solemnidad y un poso de confianza que, tantos años después, sólo identificaba como un leve espejismo del pasado.
No les acompañaban sus hijos en ese baño de realidad que experimentaron al enfrentarse a lo que les presentaron como un fiel reflejo de la vida misma cuando no constituía otra cosa que un relato de ficción, y por eso no pudieron comprobar sobre el terreno si tampoco su progenie carnal se asemejaba a la progenie pintada e inserta en la dimensión paralela donde se fijaba un tramo de la historia del que todos habían sido ya expulsados. Le preguntaron al viejo Rey cómo se encontraba y creyó que se interesaban por su salud, pero descubrió que en realidad se referían a si se veía bien o mal resumido en ese retrato que le acababa de golpear con el mazo de una brutal evidencia: la de que el tiempo pasa para todos, también para los monarcas. Sólo acertó a responder que se encontraba mejor en el ahora (es decir, en lo real) que en el entonces (es decir, en lo pintado) porque siempre es duro someterse a la literalidad del adagio manriqueño, pero aún lo es más saber que la posteridad le recordará a uno no con el aspecto que tuvo al despedirse, sino con el porte y las hechuras de las que hizo gala mucho antes de que se bajara definitivamente el telón. Esa noche, de vuelta a sus aposentos, el viejo Rey se miró en el espejo del cuarto de baño y se preguntó si las últimas dos décadas no habían sido más que una prórroga insuficiente, un tiempo añadido del que nada cupo esperar sino el naufragio, y al acostarse y apagar la luz trató de conciliar el sueño, pero le asaltó la intranquilidad que siempre invade a quien se tropieza con un viejo amigo que lo fue todo durante muchos años y al que hace decenios que no ve para, una vez transcurrida la alegría fugaz de los reencuentros inesperados, descubrir que los dos han cambiado tanto que ya no tienen nada que decirse.