Hace unos cuantos años, antes de que comenzara el siglo, un jurado compuesto por escritores, cineastas y críticos dictaminó en un monográfico de la revista Nickel Odeon que Surcos era la película más madrileña de todo el séptimo arte español. Desde entonces, vine encontrando aquí y allá referencias que situaban al filme, dirigido por José Antonio Nieves Conde en 1951, como una obra maestra indiscutible del séptimo arte patrio en una época en la que éste andaba naufragando por las pacíficas aguas del folclorismo y la exaltación de la raza. Alguna vez intenté localizarla, pero no conseguí verla hasta anoche gracias a ese segundo canal de la televisión pública cuya supervivencia resulta casi un milagro ahora que en la pequeña pantalla sólo parece haber espacio en abierto para la chabacanería. Desconocía que el guión fuese de Torrente Ballester, y pese a todo lo leído no era capaz de imaginar que el largometraje (dirigido y escrito, al fin y al cabo, por dos falangistas) alcanzara a retratar con tanta crudeza las miserias y crueldades de aquella España en blanco y negro.
Es curioso que el franquismo, tan cuidadoso en el mantenimiento y salvaguarda de su imagen pública, permitiera que le colaran goles por la escuadra tan clamorosos como esta tragedia íntima que abandona el pueblo para probar suerte en un Madrid mucho más agreste e infinitamente menos hospitalario que las tierras de las que huyen. Suele mencionarse el caso de Dionisio Ridruejo al hablar de la honestidad intelectual de quienes, tras apoyar en primera instancia la sublevación nacionalcatólica, modificaron su perspectiva y empeñaron su reputación y su carrera en la reivindicación de los ideales democráticos. No se habla tanto de aquellos que, desde dentro y sin renunciar en primera instancia a sus principios emparentados con los del régimen, tampoco prestaron oídos sordos al lamento de una sociedad enclaustrada en su prisión de naftalina, zotal y olla podrida. A uno no le deja de sorprender que la censura, tan tiquismiquis con lo accesorio, confiara lo suficiente en la adscripción ideológica de los creadores para permitirles según qué licencias en lo sustancial. En una entrevista, José Antonio Nieves Conde contaba que había adquirido la costumbre de incorporar a sus películas secuencias llamativas, aunque prescindibles, para que el lápiz rojo del burócrata se cebara con ellas y no prestara tanta atención a otras que resultaban más discretas, pero cuyo contenido encerraba una carga de profundidad altamente destructiva. Hace tiempo escuché a Luis García Berlanga contar cómo, en una ocasión, envió al censor el guión de una película del que le devolvieron tachada la primera y brevísima secuencia, consistente en un plano general de la Gran Vía. Berlanga, que tenía sus contactos, quiso saber por qué le prohibían rodar esa toma inaugural. «Es que el censor dice que, tratándose de ti, igual se te ocurre poner a cuatro curas saliendo del Pasapoga, y eso no podemos consentirlo», respondieron. Si no recuerdo mal, la película en cuestión era El verdugo, uno de los alegatos más delicados y feroces que se han rodado contra la pena de muerte. Al menos tan contundente como Surcos en su retrato y su denuncia de unos usos y costumbres a los que uno asiste con la tranquilidad de saber que median seis décadas entre su descripción y el presente, pero sin dejar de sentir cierta inquietud al reconocer, en el fondo de la historia, un cierto poso siniestro que no se aleja demasiado del aquí y el ahora.