La primera fue la de Cundo, un espacio estrecho y acogedor que se abría a espaldas del colegio donde aprendí a concordar sujeto y verbo y empecé a aproximarme a la obra de algunos autores que me vienen acompañando desde entonces. ¿Sería yo el mismo si no la hubiera visitado tantas tardes en busca de lecturas, si no hubiese preguntado allí por los títulos que acababan de llegar, si mis padres no tuvieran abierta una cuenta gracias a la cual durante muchos años pude leer a discreción, sin reparar en gastos? Es difícil encontrar una respuesta firme, pero albergo serias dudas al respecto. Cundo era un tipo apacible y fortachón. Pasaba a verle al menos una vez siempre que volvía por Mieres, y procuraba comprar allí los regalos de Navidad y Reyes si tenía oportunidad y tiempo. Cuando publiqué mi primera novela, él fue uno de sus embajadores más convencidos y constantes. El día que me dieron la noticia de su muerte yo estaba lejos y no pude asistir ni al velatorio ni al entierro, pero lo sentí igual que si se me hubiera ido alguien de la familia.
Después han sido muchas, tantas que casi podría trazar a través de ellas un mapa de las ciudades donde he vivido o en las que estuve durante un tiempo. La de Salamanca llevaba el nombre de Cervantes, estaba en la calle Azafranal y la frecuenté mucho en el primer año de carrera, cuando yo aún estudiaba en el viejo edificio de la Clerecía y era relativamente fácil acercarse hasta allí en algún tiempo muerto entre clase y clase. También se llama Cervantes la de Oviedo, donde a Conchita Quirós no le pesan ni los achaques ni los años si se trata de atender y prescribir a quienes, con mayor o menor frecuencia, nos dejamos caer por cualquiera de sus tres pisos. No voy a descubrir aquí mi querencia por Paradiso, ni cómo he llegado a identificarla con Gijón hasta tal punto que me costará mucho reconocer la ciudad el día (espero que lejano) en el que desaparezca y ya no pueda ir allí a charlar un rato con Chema y José Luis, con los que antaño se organizaban, en los mediodías de los sábados, tertulias espontáneas que reunían a la gauche divine local y que de vez en cuando recuerdo con esa alegre melancolía con la que evocamos las cosas que difícilmente volverán a suceder. En Madrid está la Méndez –donde una vez dejé el recado de que entregaran a un escritor que pasaba por allí asiduamente una de mis novelas, y lo cumplieron tan bien que el susodicho autor sólo tardó un par de semanas en agradecerme el detalle, a vuelta de correo, con un libro dedicado–, y también La Central de Callao, y estuvo una Crisol en Juan Bravo que yo visitaba algunas tardes, cuando viví por allí, y donde compré la edición de El Quijote que más he usado y manoseado en esta última década. Barcelona fue un largo paseo con Sergio Gaspar por Laie y por otra Central, en este caso la del Raval, y fue el olor a salitre que se colaba en los anaqueles de Negra y Criminal, y es también la promesa de otras que aún no conozco pero quiero conocer, como esa Pequod que vislumbro como un espacio confortable en las latitudes de Gràcia. No es factible hablar de París y no referirse a Shakespeare&Company, ni yo podría evocar Oporto sin detenerme en los recovecos de la hermosa Lello&Irmão, ante cuyas puertas se alza la liviana y verticalísima silueta de la Torre de los Clérigos y cuyo interior guarda tesoros que se han de descubrir con tiempo y dedicación.
Hace unos pocos años entrevisté a alguien que había decidido abrir una cuando los indicadores económicos aconsejaban plegar alas en vez de aventurarse a inaugurar nada. Se llama Rafa Gutiérrez y en un tiempo ínfimo ha convertido La Buena Letra en un foro cultural activo y elegante, un lugar donde suceden cosas que valen la pena y cuyas puertas siempre están abiertas para todo el que busque sosiego, conversación y cobijo. «Siempre conocí los malos tiempos», me dijo en aquella ocasión, «así que no noto nada particular, y si la cosa cambia tiene que hacerlo, por fuerza, a mejor». Puede que nunca hayan soplado vientos extremadamente propicios para la literatura ni para ese oficio tan bello y tan inestable que consiste en vender libros, esos objetos delicados y valiosos por los que la imaginación y el conocimiento vienen navegando a lo largo de los siglos. Escribo todo esto porque las librerías celebran hoy su Día Mundial, y no creo que quienes tanto les adeudamos debamos dejar pasar la fecha sin festejarlas.