Épica del barrio

La foto, que ya se ha reproducido hasta la saciedad cuando escribo esto, tiene el aire tenebrista que uno puede encontrar en los mejores lienzos de Caravaggio. Se retrata en ella a Carmen, esa mujer de Vallecas a la que la frivolidad de su hijo y la avaricia de un prestamista expulsaron de su casa, y es una de esas imágenes cuya fuerza las acaba convirtiendo en tristes iconos del tiempo que les corresponde. Durante unas pocas horas, las que mediaron entre el instante en que se hizo pública y el momento en que se conoció el final de su historia, la estampa fue asumida como una desgracia personal que encarnaba en sus esencias todas las ramificaciones de una tragedia colectiva. Luego, pasó a ser el preludio necesario de un anticipado cuento de navidad cuyos dickensianos artífices resultaron ser los componentes de un equipo de fútbol que se ofrecieron a buscar un acomodo a la desdichada mujer y prometieron abonar los gastos derivados del alquiler de su futura vivienda.

Hubo un tiempo en que los barrios eran entornos confortables donde sus vecinos podían reconocerse; foros perpetuos cuyos asuntos cotidianos se debatían en las últimas horas de cada jornada, al pie de la escalera o en los bancos de las plazas; grandes comunidades en las que cada cual estaba al tanto de los vicios y virtudes de sus semejantes, de sus manías y bondades, de sus alegrías y de sus preocupaciones. Hubo un tiempo en que los equipos de fútbol basaban su fuerza en eso, en la idiosincrasia del contexto al que se adscribían, y el balompié era aún un deporte honesto porque no pretendía representar más que aquello que, en buena ley, le era dado. Un tiempo en el que lo que primaba no era la facilidad de las cúpulas directivas para conseguir créditos multimillonarios, sino la pura y dura épica del barrio, la misma que empujaba a los chavales a fabricar toscos balones amontonando periódicos atrasados y a estrellarlos justo después contra las paredes de ladrillo en cuya superficie una tiza desgastada acertaba a trazar los contornos difusos de una portería. El gesto del Rayo Vallecano, el equipo del barrio donde vivía y por suerte aún vive y vivirá Carmen, nos reconforta porque nos devuelve de algún modo a lo que fuimos y nos indica lo que tal vez debamos volver a ser: una sociedad que interprete las desgracias ajenas como parte de las propias y que no pierda la convicción de que el bien común no sólo es algo que haya que reclamar a las altas instancias, sino también, y sobre todo, una conquista permanente de la ciudadanía. Un recordatorio de que conviene más observar las cosas desde el mismo filo de la calle que aproximarse a sus ecos a través de la pantalla del ordenador. Una lección de que también los futbolistas de un equipo instalado en una cierta élite pueden y deben sentirse interpelados por las lágrimas de una anciana que, arruinada y vencida, lamenta la demolición de su pasado al tiempo que constata la paulatina extinción de su futuro.

carmen

Foto: Andrés Kudacki (AP)

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