Definición

Hay palabras cuyo significado nunca consultamos porque tendemos a darlo perfectamente por sabido. Me entero ahora de que la Real Academia Española de la Lengua define por primera vez el franquismo, en su reciente diccionario, como una «dictadura de carácter totalitario impuesta en España por el general Franco». Hasta hace poco, la institución lo consideraba un «movimiento político y social de tendencia totalitaria». Su director, José Manuel Blecua, relata en una entrevista concedida a El País que costó dos plenos dar por bueno el cambio, y sus palabras permiten intuir que la modificación no contó con la unanimidad de los académicos. La declaración pasa inadvertida en el contexto global de un cuestionario que merecidamente celebra la consecución del nuevo Panhispánico y alerta sobre las estrecheces económicas que asedian al organismo que se encarga de velar por el uso y la vigencia de un idioma que hablamos cientos de millones de personas a uno y otro lado del Atlántico; aún así, es una cuestión especialmente relevante en un país como el nuestro, al que tanto le cuesta mirar cara a cara a sus demonios, y en unos momentos en los que contemplamos diariamente cómo, en buena medida, determinadas perversiones del lenguaje propiciaron y propician los cataclismos cotidianos entre cuyos ecos se va desenvolviendo nuestra rutina.

La RAE ofrece para la voz dictadura, entre otras acepciones, las de «Gobierno que, bajo condiciones excepcionales, prescinde de una parte, mayor o menor, del ordenamiento jurídico para ejercer la autoridad en un país» y «Gobierno que en un país impone su autoridad violando la legislación anteriormente vigente». Cabe preguntarse en primer lugar si puede haber algún «movimiento político y social de tendencia totalitaria» que al ostentar un cierto grado de poder ejecutivo no devenga en dictadura, del mismo modo que llama la atención que los académicos obviaran tal condición, la de «gobierno», al definir inicialmente el franquismo, un régimen que sólo empezó a adquirir tal nombre cuando su líder se hizo con el poder en España y que, por tanto, no fue nunca un simple «movimiento», sino una estructura gubernamental asentada firmemente sobre unos pilares muy concretos y cuyo blasón y estandarte fue aquel apellido paradójico que se repetía hasta tres veces, con gran euforia y jaleo por parte de los acólitos, en desfiles y demás ceremonias consagratorias. Conduce esta reflexión, inevitablemente, a una certeza: la de que las palabras no sólo describen la realidad, sino que también, y acaso en mayor medida, la conforman, y que hurtarle al franquismo su condición de dictadura supone una maniobra similar a la de quienes durante tantos años esquivaron el adjetivo terrorista a la hora de glosar los atentados etarras o mancharon el término revolucionario al aplicarlo a prácticas y causas que poco o nada tuvieron que ver, a la postre, con los principios a los que decían servir. Uno querría pensar que la inicial bonhomía académica guardaba relación con cierta confianza en la validez del eufemismo –un «movimiento político y social de carácter totalitario», podrían haber pensado, se parece mucho a una dictadura, si es que en algunos casos no llegan a ser lo mismo–, pero no puede dejar de escamarse al conocer las reticencias que causó el hermanamiento de ambos conceptos en una sola acepción. Recuerda el caso a la triste entrada con que otro diccionario, el de la Real Academia de la Historia, quiso fijar, con limpieza y el oportuno esplendor, la vida y la obra del dictador Franco. En buena ley, ahora que su homóloga lingüística ha optado por dejar las cosas claras, deberían amoldar definitivamente ambas definiciones para que la Lengua y la Historia recorran el mismo camino. Nos construimos de palabras porque son ellas las únicas que, por definición, pueden contar nuestro pasado, y nunca seremos capaces de entender quiénes somos si no nos atrevemos a llamar, de una vez y para siempre, a las cosas por su nombre.

franco

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