Escribió Ortega y Gasset, con clarividencia memorable, que lo primero que ven los castellanos cuando miran hacia Asturias es que, en realidad, no consiguen ver gran cosa. Parafraseándole a la inversa, podría decirse que lo que los asturianos comprobamos en cuanto dirigimos la mirada hacia Castilla es que lo que se nos pone ante los ojos sobrepasa, con mucho, nuestra capacidad de entendimiento. Acostumbrados al arrullo de los montes, al confortable cobijo que nos proporcionan las abruptas sierras y las elevadas cordilleras que protegen nuestros pasos y cercan nuestras rutinas, la visión de esas lánguidas llanuras que se extienden hacia el infinito, como un mar seco y amarillento que se pierde en un horizonte hecho de tierra, provoca en nosotros una angustia metafísica que acaso se relacione con la incertidumbre de lo ignoto. En los parajes norteños, lo desconocido, el peligro, siempre aguarda agazapado al otro lado de una ladera inexpugnable que oculta al tiempo que protege; en la estepa castellana, por el contrario, todo cuanto desconocemos se encuentra lejos, pero a la vista, lo que es tanto como decir que en cualquier momento podemos acceder a ello, o ello a nosotros, sin que medie ningún obstáculo susceptible de salvarnos.
Hace algunos años emprendí el viaje a Castilla sabiendo que no habría vuelta posible y que durante al menos cuatro años tendría que convivir con esos paisajes tan distintos de los míos, con esas tierras áridas alborozadas de vez en cuando por el juguetón curso de algún río, pero acostumbradas las más de las veces a padecer en solitario los rigores de la intemperie. A medida que avanzaba el autobús, yo observaba por la ventanilla, con toda la Generación del 98 cargada a mis espaldas, el lento sucederse de pueblos sin nombre olvidados a orillas de una eterna carretera nacional, y me preguntaba si alguna vez sería capaz de encariñarme con aquellos parajes desabrigados donde se imaginaron los terruños de Alvargonzález, las andanzas lazarillescas o los amores celestinos. Contemplaba el estallido azul y ocre que brotaba al otro lado de los cristales medio convencido de que aquellos no llegarían a convertirse jamás en mis colores, ni aquella planicie tan asemejada al pecho de un varón –regreso a Ortega– formaría nunca parte de mi personal inventario de lugares propicios a la melancolía. Viví varios años asumiendo esas certezas que no eran más que intentos de convencerme de que mi lugar estaba en otro sitio, y sin embargo ahora, cuando hace ya más de una década que abandoné sus latitudes, me sorprendo a veces extrañando las tierras de Castilla, sobre todo en estas épocas del año que eran allí tiempos de reencuentros, de conversaciones reanudadas, de largos paseos vespertinos en los que se hacía resumen del verano y despreocupados vaticinios para el porvenir inmediato. Me veo añorando esas tonalidades apagadas que jalonaban los caminos, y el frío hosco que atenazaba las calles y hería en la piel, y las campanas de las iglesias que tañían en la noche con cadencias espectrales. Me acuerdo de aquella vez en que una grisácea panza de burra inundó el cielo y derramó una nevada de proporciones homéricas que celebramos jugando como niños en el claustro de un antiguo monasterio. Descubro, en fin, que en cada uno de esos instantes ampliaba, sin saberlo, los dominios inexactos del territorio difuso e inabarcable en el que cada cual va forjando la medida de aquello que acabará por constituir su propia patria.