Esa mujer, Teresa, contrajo el ébola tras atender a un misionero infectado al que el Gobierno español repatrió contra el criterio de la mayoría de la comunidad científica y sin poseer la certeza de que España contara con mecanismos suficientes para hacer frente a una eventual crisis. Esa mujer, Teresa, ha permanecido varias semanas ingresada en una habitación de un hospital que hace no mucho contaba con una unidad destinada a la investigación y el tratamiento de enfermedades tropicales, unidad que la Comunidad de Madrid decidió desmantelar, y sólo pudo esperar que el buen hacer del personal sanitario paliase la carencia de unos recursos tan imprescindibles como inexistentes. Esa mujer, Teresa, osciló varios días entre la vida y la muerte sin el necesario consuelo que siempre brinda la compañía de los más cercanos: aislada como estaba para evitar contagios, ni siquiera sus familiares más directos –su marido, su madre, su hermano– pudieron acercarse hasta su cama para acariciarle el pelo, para cogerle la mano, para decirle al oído unas palabras de aliento. Si esa mujer, Teresa, hubiese muerto, ningún familiar habría ido a su lado para cerrarle los ojos, para darle el último beso, para llorarla en silencio.
Pero no ha ocurrido, por suerte, nada grave y esa mujer, Teresa, saldrá del hospital antes o después y sabrá todo lo que no ha podido saber hasta ahora porque los infortunios, a veces, esconden alguna que otra ventaja. Esa mujer, Teresa, se enterará de que el consejero de Sanidad de la comunidad autónoma donde reside la acusó públicamente de mentir y llegó a insultarla poniendo en duda su capacidad intelectual, sus luces o su pericia a la hora de tomar las precauciones adecuadas. Esa mujer, Teresa, sabrá que durante toda una semana hubo tertulianos y periodistas indignos de tal nombre que se atrevieron a cuestionar su profesionalidad mientras ofrecían a su audiencia informaciones que ellos ni tan siquiera habían contrastado. Esa mujer, Teresa, verá los vídeos en los que dos tristes presentadoras televisivas –una en un canal castellanomanchego, la otra en la frecuencia que pagamos todos los españoles, las dos con idénticos niveles de estulticia– tuvieron el valor de parodiarla y ridiculizarla ante una población que asistía atónita al atroz linchamiento de quien no había hecho otra cosa que arriesgar su vida al cumplir con su deber. Esa mujer, Teresa, tendrá que ver cómo la dieron por muerta y cómo se regodearon anticipando los trámites de su incineración, los pormenores de sus exequias, el dolor que vestiría el luto de los suyos. Esa mujer, Teresa, se encontrará todo eso al salir a la calle, en su segundo y definitivo despertar, y probablemente se avergüence de un país gobernado por gente que debería haberla tratado con todo el cariño y la comprensión que requerían sus circunstancias y que, en vez de eso, prefirió referirse a ella como si fuera una apestada. Esa mujer, Teresa, probablemente no llegue a hacerse, por humildad, la pregunta que acaso a lo largo de estos días nos hemos venido haciendo unos cuantos: si en realidad no serán ella y los profesionales que la atendieron y quienes a diario se ponen a hacer lo mejor posible su trabajo a pesar de las consecuencias, y no los que la zaherían masticando el nombre de España y brindando vagas lecciones de una moral difusa, los auténticos patriotas.