En el corazón de Oviedo, a espaldas de la catedral, se abre una plaza que lleva el nombre de Benito Jerónimo Feijoo y cuyo centro aparece presidido por una escultura que representa al fraile benedictino. Aunque en ella se alza la facultad de Psicología y no están lejos los bares en los que cada fin de semana la ciudad condensa sus fragores juveniles, no puede decirse que sea un lugar bullicioso. Por el contrario, es difícil pasar por allí y encontrar más de cuatro o cinco personas merodeando por los alrededores, siempre despacio y siempre en silencio, como si esa parte del callejero estuviera embebida del espíritu que guió los pasos y la obra de quien fue su habitante más ilustre. No se lee mucho a Feijoo ahora, ni se suele tener en cuenta la importancia crucial de su legado. Yo supe de él en el colegio, cuando un profesor nos hizo trabajar sobre un texto suyo en el que relataba cómo se había atiborrado de chocolate para contrarrestar a los falsos sabios que alertaban de los peligros que para el alma podía conllevar la ingesta masiva de aquel manjar procedente de quién sabía qué tierras ignotas. Fuera porque su prosa estaba desprovista del engolamiento que se le suponía a un hijo del siglo XVIII, fuera por una simple cuestión de empatía gastronómica, me cayó bien aquel monje gracias a esas pocas líneas, mucho antes de que supiese de su papel en los albores de la Ilustración y de la valentía que demostró al posicionarse ante el mundo tal y como lo hizo.
Acaba de salir de imprenta un libro, Lidiando con sombras (Trea), cuyo título resume bien la vocación que guió la ingente y voluminosa tarea intelectual del religioso, y que llega a las librerías y las bibliotecas con el propósito de que la gente —que siempre ha sido, al fin y al cabo, la destinataria fundamental de su mensaje— redescubra a Feijoo y se acerque a sus textos y se deje deslumbrar por sus muchos fulgores. Se trata de una antología organizada por Elena de Lorenzo Álvarez, Rodrigo Olay Valdés y Noelia García Díaz para recuperar determinados extractos del Teatro Crítico Universal y las Cartas eruditas, aquéllos que mejor traslación tienen a nuestros días, a esta época en la que estamos inmersos y en la que, como ocurre siempre, los árboles rara vez permiten ver el bosque. No es, como se señala en la contracubierta, un libro pensado para eruditos, sino una obra concebida para lectores: para aquéllos que nunca antes habían oído de Feijoo y para quienes, habiéndolo consultado de forma esporádica, decidan ahora zambullirse en sus textos con la jovialidad que da reconocer a un semejante en el espejo de unas cuantas palabras diáfanas. Basta con asomarse brevemente a sus páginas para corroborar la hondura y la clarividencia de pensamientos que tienen casi tres siglos pero aún no han perdido un ápice de su vigencia, para sorprenderse también con el revoloteo de una prosa inusualmente fresca que cuestiona dogmas y azota supercherías, para maravillarse ante esa maestría con la que se cuestiona la ortodoxia sin llegar a traicionarla. Feijoo, que fue pionero y abanderado de la Ilustración cuando aún faltaban años para que en España anidaran las luces de los apóstoles enciclopédicos, hizo que la razón atravesara los muros de su viejo convento y fue nuestro Montaigne sin que nosotros hayamos llegado nunca a reconocerlo como tal. Hay dos elementos que ilustran a la perfección su vida y sus motivaciones. Uno es un conocido dibujo en el que otro erudito, Julio Caro Baroja, representó al buen fraile provisto de una escoba con la que se dispone a barrer brujas, espantajos y demás monstruitos mitológicos, en graciosa alegoría de lo que fue su constante y encarnizada lucha contra la superstición. El otro, una frase que el propio Feijoo dejó escrita a modo de declaración de principios y que se lee hoy con el mismo estremecimiento —gozoso en unos casos, precavido en la mayoría— con que debieron de leerla sus contemporáneos: «Así yo, ciudadano libre de la República de las Letras, ni esclavo de Aristóteles ni aliado de sus enemigos, escucharé siempre con preferencia a toda autoridad privada lo que me dictaren la experiencia y la razón».
En el corazón de Oviedo, a espaldas de la catedral, a un lado de la plaza que lleva el nombre del fraile que desmontó tópicos y alumbró caminos, está la iglesia de la Corte. En su interior, frente al altar, se encuentra la tumba que guarda sus restos, una modesta lápida en cuyo frontispicio brilla el apellido de quien trajo nuevos aires desde una pequeña provincia arrinconada a perpetuidad bajo el abrigo de los montes. Junto al templo, todavía se alza el edificio del viejo monasterio benedictino de San Vicente, convertido hoy en sede del Museo Arqueológico de Asturias. Se conserva allí, en el claustro alto, una réplica de la celda en la que el padre Feijoo vivió y meditó y pergeñó su voluminosa y apasionada obra. Es un cuarto sencillo, muy modesto, sin apenas ornamentos. Hay en él una mesa muy similar a aquélla en la que leyó y trabajó durante la mayor parte de su vida, hasta que se agotó su tiempo un 26 de septiembre, tal día como hoy, de hace 250 años. Yo siempre experimento algo parecido a una alborozada congoja cuando paso junto a esa pequeña sala, contemplo su interior en penumbra y pienso que una vez, hace cerca de tres siglos, sus ventanas se abrieron para que por ellas llegase a nosotros la luz de un tiempo nuevo.