Mencionaban a Pedro Garfias ayer, en el Babelia, en medio de un largo artículo sobre el exilio español en México, y a uno, que siente tanta debilidad por las causas perdidas como por los auténticos malditos de la literatura, esos autores que creyeron en su obra y perseveraron en ella, a menudo en condiciones nada propicias para la creación y sus meandros, se me dibujó una sonrisa en los labios. No ha sido una excepción: en estos últimos años, casi siempre por casualidad, me he ido encontrando su nombre en textos de distinto pelaje, y he sentido siempre esa alegría tímida y superficial que nos ocupa cuando recibimos noticias de un primo lejano con el que llevamos demasiado tiempo sin tratarnos, pero del que nos alegra saber que las cosas le siguen yendo más bien que mal por dondequiera que ande. De Garfias supe hace mucho, siendo yo un adolescente, pero entonces era, aún más que ahora, una figura esquiva, desdibujada, medio oculta bajo el aluvión de la gloria literaria que relucía en las evocaciones de sus compañeros de generación. La suya era una más entre las innumerables notas al margen que jalonan los anaqueles de la bibliofilia. Un fantasma huidizo cuya huella rara vez perduraba en el presente más allá del primer fulgor, pálido y anecdótico.
Garfias nació en Salamanca en 1901, pero siempre se sintió un hombre del sur porque su infancia y adolescencia transcurrieron entre Sevilla y Córdoba. Pronto se convirtió en uno de los mayores entusiastas de las vanguardias que en España vivieron su particular esplendor en el primer tercio del siglo pasado, tanto que fue uno de los redactores del primer Manifiesto ultraísta y, en consecuencia, promotor de aquella revista titulada Ultra en la que sólo lo nuevo tenía acogida. Participó en un poema automático colectivo que Jorge Luis Borges envió a Tristán Tzara, proyectó en colaboración con Gerardo Diego y Juan Larrea un libro que nunca llegó a publicarse, ofició como discípulo de Rafael Cansinos Assens y después de 1921 empezó a frecuentar la Residencia de Estudiantes, donde trabó amistad con no pocos de sus inquilinos más egregios. Tras conocer los brillos rutilantes de la bohemia madrileña, tuvo que regresar a su Andalucía natal. Allí dio un nuevo impulso a su carrera literaria y llegó a participar en el homenaje a Luis de Góngora que supuso el gran hito fundacional de la Generación del 27, pero, como si un espíritu negro de la posteridad hubiese querido aprovechar la ocasión para hacer valer el conocido dicho, él no llegó a salir en la foto y eso hizo que en el futuro se le considerase, en vez de miembro de pleno derecho de ese grupo, una especie de estrambote oficioso y pintoresco. Ingresó en el Partido Comunista con la proclamación de la II República, regresó a Madrid en 1934 y al estallar la guerra civil tomó partido por el bando republicano. En 1938, en pleno fragor de la contienda, un jurado compuesto por Antonio Machado, Enrique Díez Canedo y Tomás Navarro Tomás le concedió el Premio Nacional de Poesía. Luego vino el exilio: los días en un campo de concentración francés, las penurias en un castillo inglés en el que tuvo que malvivir y donde comenzó su alcoholismo, y finalmente la huida a México en el providencial Sinaia. Allí transcurrió el resto de su vida, navegando entre el periodismo y el alcohol, allí murió y allí siguen sus restos, en una tumba por la que rara vez pasa nadie a dejar flores. Hay una estatua erigida en su honor en la plaza Sevilla de Guadalajara, justo en el cruce de las avenidas de Chapultepec e Hidalgo.
De Pedro Garfias he leído cosas que me gustan mucho, especialmente algunas de sus letrillas («No es mala cosa morirse, / digamos que es natural. / Sobrevivirse sí es malo, / cosa mortal») y poemas sueltos de Primavera en Eaton Hastings, De soledad y otros pesares y Río de aguas amargas. Y, como es lógico y normal, me conmueve especialmente uno de los textos que forma parte de sus Poesías de la guerra española, aquel libro que premió Antonio Machado, y que muchísima gente conoce sin saber que sus versos se deben a Garfias y no a otra persona. Se trata de un poema rebelde, pero desgarrado; fiero, pero melancólico; animoso, pero a la vez revestido del severo pesimismo que da la certeza de que incluso las mejores expectativas pueden acabar frustrándose. Es ese poema que empieza con los versos «Asturias, si yo pudiera, / si yo supiera cantarte…»