Uno debe mucho a los autores que ha leído, pero también debe lo mismo o más a los editores que tuvieron el valor de publicarlos. No tuve el gusto de conocer personalmente a Jaume Vallcorba, pero a lo largo de los años ha sido como si hubiese venido manteniendo un diálogo silencioso con él a través no de sus palabras, sino de las que otros pergeñaron en unos papeles que él se atrevió a dar a imprenta, siempre con criterios que tenían más que ver con el amor por la cultura que con la búsqueda de beneficios inmediatos, que supeditaban el interés de los lectores a la necesidad vulgar, pero imperiosa, de cuadrar debidamente los ajustes contables de su empresa.
Gracias a Jaume Vallcorba yo leí el Libro del desasosiego de Fernando Pessoa, y los Ensayos de Michel de Montaigne, y los relatos de Stefan Zweig, y esa novela tan pequeña y tan monumental que es Helena o el mar del verano, de Julián Ayesta. En Acantilado conseguí el impresionante Para leer a Cervantes, de Martín de Riquer, y la Breve historia de Inglaterra de Chesterton, y unos cuantos textos más que ahora no sé citar de memoria, pero que han ido reposando en los anaqueles de mis sucesivas bibliotecas en esta última década. Es curiosa esta voluntad de los editores de supeditar su propia voz a las de los escritores a quienes ellos proporcionan sello, casa y dignidad. El catálogo formado a lo largo de los años por Vallcorba es una lección de buen gusto, de sutileza y de convicción en unos principios estéticos y éticos por los que siempre debería velarse en la muchas veces desnortada república de las letras. En unos tiempos en los que basta con salir dando saltos en televisión para que aparezca algún director comercial dispuesto a fabricarte un best seller, la muerte de Vallcorba resulta doblemente triste porque supone la desaparición de un editor que amaba realmente su oficio y que, como todo buen amante, dedicó su vida a la hermosa gesta de ennoblecer aquello en lo que creía.