Organizar un curso de verano en el Valle de los Caídos es como si las juventudes hitlerianas se pusieran a homenajear públicamente al Führer sobre las cenizas del búnker donde acabó con su vida. Me entero de la noticia el mismo día que leo cómo el PP plantea enviar a las tertulias televisivas a uno de sus miembros menos agraciados con el don de la palabra, aquel simpático diputado que no hace mucho explicó que los familiares de las víctimas del franquismo sólo se preocupan de recuperar la memoria de los suyos cuando hay subvenciones de por medio. España es así, un país tan bipolar que consiente que quienes no paran de presentarse a sí mismos como máximos adalides de la lucha antiterrorista no hayan sido capaces de condenar, en casi cuarenta años, el más brutal terrorismo de Estado que conocieron estos pagos durante el siglo XX, en el transcurso de aquel tiempo «de extraordinaria placidez» que tanto añoraba un señor que llegó a eurodiputado y al que aún señalan como referente no pocos de sus conmilitones.
No pasaría nada si se hubiesen hecho adecuadamente los deberes, si el citado curso de verano fuese una cosa más científica que ideológica y, sobre todo, si el Valle de los Caídos hubiese dejado de ser lo que es, un centro permanente de reivindicación de lo irrevindicable, para albergar un aseado escenario al que acudir para purgar nuestras culpas colectivas. Con la basílica de Cuelgamuros convertida en una Disneylandia para neofalangistas, poco favor va a hacerse a la presunta reconciliación nacional que, me temo, tuvo más de apaño bienintencionado que de maniobra efectiva. Resulta curioso que exijan la prohibición de las banderas republicanas los mismos que permiten a otros proclamar a los cuatro vientos su adhesión a la doctrina de José Antonio Primo de Rivera, del mismo modo que llama irremediablemente la atención la presencia en el programa de actividades de todo un consejero del Tribunal de Cuentas, ese organismo que vela por la transparencia en la gestión y el buen uso del dinero público. Es de mal gusto plantear la necesidad de exhumar tal o cual fosa común; en cambio, corresponde a la gente de orden el acudir, no sé si brazo en alto, a una convocatoria celebrada sobre los huesos de aquellos que ni tuvieron la suerte de ganar la guerra ni habrían querido nunca recibir sepultura al lado de quien les dio prisión y muerte. Difícilmente van a poder resolverse nuestros traumas históricos si resulta que la amplitud de miras sólo se les exige a unos mientras otros tienen manga ancha para hacer cuanto les venga en gana, incluida una escuela de verano en el Valle de los Caídos que hace años nos habría parecido un chiste o el título de alguna desenfadada canción de la Movida, pero que en estos albores del tercer milenio se presenta más bien como una chabacanería desnortada que corrobora eso que siempre intentamos refutar para no deprimirnos demasiado: que, si el fútbol es un deporte en el que juegan once contra once para que al final gane siempre Alemania, España es ese país donde quienes más dan la tabarra con la necesidad de ahuyentar fantasmas del pasado son los primeros que auspician conciliábulos espiritistas desde los que resucitar el miedo.