Ana María Matute llegó diciendo que ella aún creía en las hadas y se metió al público en el bolsillo porque, a estas alturas de la película, somos muchos quienes pensamos que las hadas ofrecen más garantías de progreso que el IBEX-35. Estaba ya muy mayor, hablaba con tanta suavidad como si suspirase las palabras en vez de pronunciarlas y estuvo una hora hablando de su vida y de sus libros con otro escritor, José Manuel Fajardo, que nos robó el sueño de ser alguna vez los contertulios de una dama cuyos relatos nos enseñaron a crecer en la convicción de que la vida, para merecer tal nombre, no debe abandonar nunca del todo los predios de la infancia.
Se fue esta mañana Ana María Matute, que era un poco la abuela postiza de todos los que nos dedicamos a esto de escribir. Cumplía el papel porque nos enseñó lo que, al fin y al cabo, enseñan todas las abuelas: que cuando toca pasarlas canutas el único remedio es apretar los dientes y seguir adelante, que para ganar las batallas es imprescindible conservar siempre al menos un gramo de locura quijotesca, que al cabo los fracasos enseñan más que los éxitos y que constituyen un pedestal inmejorable desde el que auparse una vez más a las alturas. Que, como dicen en mi tierra, nunca llovió que no parase. Se fue esta mañana Ana María Matute y, al irse, ha dejado de ser abuela para convertirse en hada madrina. En una figura comprensiva y benévola que intercede por nosotros desde algún remoto reino anclado en los confines de la imaginación más fantasiosa y asiste a la representación de nuestras miserias y grandezas sobre el escenario del pequeño teatro de la vida.
Foto: Su Alonso / Inés Marful
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