Mi abuelo materno, a quien tanto quise, se llamaba Juan y, aunque no era hombre religioso ni sentía especial simpatía por el clero, llevaba muy a gala lo de que su nombre coincidiese con el del patrón de nuestro pueblo. No estoy seguro de que fuese él, tal y como me quiere dictar mi memoria, quien por primera vez me llevó a presenciar el sobrecogedor espectáculo de la monumental hoguera que, con la llegada de la medianoche, comienza a arder ante la fachada del ayuntamiento. Sí sé que en cierta ocasión, cuando yo era aún muy niño, me dijo una frase que no he olvidado nunca, pese a que probablemente no la entendiera mucho entonces: «aquí se baila por los que están y por los que no están». Ante nosotros, la multitud se desplegaba en círculos concéntricos alrededor del fuego, todos unidos por los meñiques en torno a una llamarada inmensa que se elevaba hacia el cielo y cuajaba de resplandores la liviana negritud de una noche de verano.
Lo que se bailaba era la Danza Prima, ese rito de origen prerromano que hemos conservado en mi tierra y que se ejecuta al son de lo que se ha dado en llamar «El galán de la villa», un romance medieval modificado a lo largo de los siglos cuyo sentido resulta, en algunos tramos, prácticamente indescifrable. «Yo nunca he podido entender esta historia», dijo Jovellanos al referirse a un texto que habla de cómo un caballero enamora a una doncella, de cómo la maltrata y la deja embarazada luego, de cómo ella huye a Roma en pos de qué sé yo qué clase de dispensa y de cómo acaba alumbrando una niña de piel clara a la que nunca sabremos si llama Rosina o Rosaura, pues ambas opciones deja abiertas el verso que da noticia del feliz acontecimiento. Sin embargo, lo que mi abuelo me hizo saber con aquella frase que pronunció sin darle mayor importancia fue algo mucho más profundo: la conciencia de que determinados ritos enlazan el pasado con el presente para presentir las líneas maestras del futuro; la de que la implicación colectiva en una ceremonia repetida desde antiguo tiene como consecuencia directa el recuerdo a quienes estuvieron antes que nosotros, y nuestra identificación con ellos, y que también va en él implícito nuestro saludo a los que habrán de venir más tarde; la de que el fuego de San Juan es un fuego que limpia y purifica, pero eso no quiere decir que nos convierta en cómplices del olvido, sino que nos ayuda a echar la vista atrás para reconocer aquello que ha valido la pena y expulsar del equipaje lo superfluo, lo intrascendente, lo que, visto al cabo del tiempo, nunca tuvo la más mínima importancia. Pocas veces me he ausentado de la hoguera. Cuando esta noche vuelva a ella para escuchar ese enigmático relato de la doncella y el galán, volverá a ser también aquella noche lejana en la que yo, de la mano de mi abuelo, me adentraba en el misterio.