¿Qué significado tienen las pinturas de las cuevas? Hubo un tiempo en que se daba más o menos por hecho que con ellas nuestros ancestros trataban de reconciliarse con el destino, que dibujaban en las paredes de sus moradas aquello que necesitaban —una buena jornada de caza, alguna veleidad indescifrable, descendencia— como quien acude hoy a una iglesia para pedir por los suyos o lleva una pata de conejo prendida al bolsillo interior de la americana. Luego, las investigaciones y el talento con que diversos arqueólogos interpretaron sus frutos llevaron a concluir que, en realidad, las cuevas no eran sino santuarios en los que aquellos hombres y mujeres de épocas remotas penetraban para cumplimentar determinados ritos cuyo sentido posiblemente no alcancemos a comprender nunca, pero que resultaban tan cruciales para sus vidas como lo son para nosotros el calor de la familia o la proximidad de los amigos.
Y sin embargo, pese a ese abismo pragmático que se abre entre la semántica de los homo sapiens y la clarividencia de nuestros más acendrados códigos, de qué modo sentimos convulsionarse nuestro ánimo cuando penetramos en una caverna y nos encontramos cara a cara con el misterio que subyace tras ese arte que, pese a constituir un jeroglífico, se basta para explicarnos. Yo recuerdo bien mi primera vez, pese al tiempo transcurrido. Llevábamos cerca de veinte minutos caminando por aquellas galerías en semipenumbra, entre bromas y chascarrillos a propósito de lo que podría acontecer en el supuesto de que uno de nosotros se perdiese, cuando el señor que nos guiaba indicó un pequeño recodo al final del camino y nos pidió que, ordenadamente, nos ubicáramos junto a una barandilla que, dada la escasa visibilidad, sólo éramos capaces de intuir. Andábamos por los diez años de edad y todo aquello nos resultaba tremendamente estimulante, sobre todo porque, tras dar la orden, el guía apagó su linterna y la más absoluta oscuridad se cernió sobre nosotros, lo que dio pie a una nueva racha de risas y grititos que se desvaneció en cuanto la encendió de nuevo para mostrar no ya el camino, sino una porción muy concreta de la pared que teníamos ante nuestros ojos y en la que descubrimos una portentosa cabeza de caballo que nos contemplaba desde una indiferencia milenaria. Todos enmudecimos, en parte por la impresión y en parte porque, de inmediato, aquel círculo de luz comenzó a deslizarse por el muro para descubrir otras pinturas, otros animales, que observábamos atónitos, como si se nos hubiera concedido el privilegio de asistir a la representación de un sueño ajeno en el que no podíamos dejar de involucrarnos porque, de algún modo difuso, intuitivamente comprendimos que en su secreto radicaba la misma definición de nuestra especie.