Ahora que andamos embarcados en los preparativos de un viaje, me he dado cuenta de que se cumplen en estos días veinte años desde que hice mi primer y, hasta ahora, único viaje a Toledo. Recuerdo, ciertamente, muy pocas cosas de la ciudad. La enigmática penumbra de las callejuelas en cuesta, la imponente mole del Alcázar dominando la perspectiva del conjunto y subrayando el aspecto de fortaleza del vetusto asentamiento donde confluyeron tres culturas, la magnificencia de una catedral inabarcable y hermosa, la brisa nocturna de Zocodover. Recuerdo, sobre todo, el impacto que me causó la entrada en la pequeña iglesia de Santo Tomé y el encuentro instantáneo con El entierro del Conde de Orgaz, esa obra maestra donde El Greco contrapuso el luto terrenal y las glorias celestes y en cuya parte inferior, según se ha dicho siempre, quiso el pintor cretense dejar inmortalizados su propio rostro y el de su hijo.
Es El Greco quien nos conduce ahora, dos décadas después y en plena etapa de tribulaciones monárquicas, a la capital del recio imperio forjado por Carlos V, y mientras consulto planos y estudio horarios reparo en que no son ninguna de las imágenes que almaceno en mi memoria las que me vienen a la mente cada vez que me refiero a ese rincón perdido en la arista estepa castellana y piadosamente regado por las benéficas aguas del Tajo, sino la estampa de dos cuadros que siempre me han gustado mucho y que no creí que llegaría a ver nunca. Se trata de dos lienzos que no sólo resumen con perspicaz tino la idiosincrasia castellana; es muy probable que también reflejen con aguda fidelidad lo que tuvieron que ser las esencias de una época donde las ensoñaciones políticas se debatían en una encrucijada permanente con la austeridad y el tenebrismo de un régimen que procuraba expandirse al mismo tiempo que asfixiaba a los suyos en su intransigente clausura. Me refiero a la Vista de Toledo y al Laocoonte, dos cuadros en los que la ciudad se presenta a la vez siniestra y subyugante, esquiva y evocadora, como si se tratara de un enclave legendario y no de un entorno real y reconocible. Observándolos, uno tiene la impresión de que no asiste tanto a una representación de la ciudad como a la simbolización de todo cuanto la ciudad encierra, a la interpretación esquemática pero explícita del laberinto cuajado de secretos en el que a lo largo de los siglos fueron dejando su rastro judíos, cristianos y musulmanes para configurar una personalidad indefinida e inquietante. Hace veinte años, en aquella primavera de 1994, me angustiaba recorrer sus calles sin saber si encontraría el camino para regresar al mismo punto del que había partido. No fui el único: a la noche, tuvimos que retrasar el regreso al hotel porque un chaval de mi misma clase terminó perdiéndose por las intrincadas callejuelas cuando iba en busca de un bar en el que pedir un granizado. Lo encontraron al cabo de dos horas, sentado en un banco de una pequeña plaza desierta, tan pálido y asustado que no fue capaz de abrir la boca. Se negó a contar qué le había ocurrido o qué había visto en aquel lapso de incertidumbre, y tampoco tuvimos ocasión para que nos lo aclarara: una vez sano y salvo en casa, perseveró en su silencio y a las pocas semanas, con el final del curso, se mudó con sus padres a otra ciudad. Jamás volvimos a verle.