Hace muchos años, llegó a mis manos un viejo texto de Tuñón de Lara en el que resumía su ideal europeísta. Lamento haberlo perdido y no recordar ninguna frase textual que me permita rastrear su huella en los anaqueles virtuales de la red, pero sí puedo resumir, de forma más o menos certera, su sentido: venía a decir el viejo historiador que no podría existir una cabal idea de Europa hasta que cada parte no asumiera completamente su vinculación no sólo estructural, sino también afectiva y sentimental, con el todo en el que se inscribía. No se trata, como digo, de una cita textual, pero en definitiva Tuñón de Lara valoraba que Europa no sería completamente Europa hasta que un zamorano, pongamos por caso, no pudiese hablar de «su París» o un veneciano no se sintiera impelido a hablar de «su Bruselas» o un vecino de Stuttgart no se viera movido a cantar las excelencias de «su Lisboa».
Se ha escrito mucho acerca del arrebato machista que sufrió el otro día Arias Cañete, tras el debate que mantuvo con Elena Valenciano, candidatos ambos de los dos partidos políticos mayoritarios en España a las inminentes elecciones europeas, pero en cambio se ha hablado poco de una apreciación que, en un determinado momento del debate mismo, hizo el primero y que juzgo especialmente grave en alguien que aspira a representar a nuestro país en el parlamento continental. No recuerdo qué tema concreto se trataba en ese instante, pero sí que el hasta hace poco ministro de Agricultura de Rajoy se refirió a Grecia como un país secundario o sin importancia —no sé cuáles fueron exactamente sus palabras, puede que «un país de segunda»; el fondo, en cualquier caso, estaba claro— y yo no pude dejar de preguntarme cómo es posible que un aspirante a ocupar plaza de europarlamentario se permita incurrir en una muestra tan torpe como indebida de lo que no puede ser sino desprecio hacia el mismo concepto de Europa que deberían afanarse en rescatar quienes se presentan a sí mismos como firmes defensores de las esencias de la Unión. Referirse a Grecia como un país de segunda, en el contexto de unas elecciones europeas, es menospreciar y aún insultar a todo lo que Grecia significó para la construcción de esa Europa a la que, en teoría, anhelan representar. Supone, también, una demostración muy clara de lo que pretenden quienes se han inventado ese hallazgo de las troikas y ganan su abundante pan elaborando las sucesivas estrategias impuestas para la reducción de los déficits. Han triunfado los mercados, todo lo demás sobra, y la primera consecuencia no se hace esperar: el territorio que engendró el pensamiento occidental, el concepto de libertad, las primeras reglas de la democracia, ha acabado por convertirse, en manos de los apóstoles de este infame neoliberalismo que sólo podrá acabar conduciendo a la barbarie, en un país de segunda, un lugar miserable, un despojo del que sólo cabe esperar su derrumbe definitivo y al que nadie, ni por asomo, debiera pretender parecerse. Los mercaderes, como los bárbaros del poema de Cavafis, atraviesan nuestras fronteras y campan ya por sus respetos en lo que una vez se quiso construir por contraposición a todo lo que representaban. Y mientras tanto, en Atenas, la venerable silueta del Partenón se resigna ante la evidencia de la paulatina demolición de su Europa y, expuesta en las altitudes de la Acrópolis, aguarda a que los verdugos, henchidos de satisfacción y gloria, dinamiten de una vez y para siempre sus cimientos.