Mi carrera periodística comenzó en la modesta redacción de un diario local. Había allí un tablón de corcho en el que, a lo largo de los años, mis compañeros habían ido clavando titulares curiosos, noticias rocambolescas, pequeñas historias sin importancia pero, al mismo tiempo, de una singularidad tan acusada que no merecían ser pasto del olvido. Junto a ese batiburrillo, alguien había colgado –había mucho rojo ilustre en aquella oficina– la letra de Grândola, vila morena. Sabía de la canción y de su carácter de consigna en la Revolución de los Claveles, pero nunca había tenido ocasión de escucharla y aquella fue la primera vez que leí sus versos. Después, a lo largo del verano, los tuve ante mis ojos tantas veces que, sin darme cuenta, me los acabé aprendiendo de memoria. «Grândola, vila morena, / terra da fraternidade. / O povo é quem mais ordena /dentro de ti, ó cidade». Recitados sin ningún tipo de acompañamiento musical, e interpretados según mi propia traducción imperfecta y aproximada, por sí mismos poseían una sonoridad estremecedora que subrayaban las connotaciones agazapadas tras esas frases engarzadas con el hilo conciliador de la esperanza. Varios años después, leí unas palabras de Zeca Afonso en las que contaba cómo el 25 de abril de 1974, cuando salió él también a la calle para participar de la algarabía colectiva, escuchaba a los vecinos de Lisboa cantar su canción, pero no fue consciente de que, en aquellos momentos, estaba dejando de ser suya para convertirse en el himno de una ciudad, de un país, de un sueño, de un momento histórico.
No visitamos Grândola en nuestro reciente viaje a Portugal, pero sí pasamos por el puente del 25 de abril, la monumental estructura que salva el Tajo para unir las orillas de Lisboa y Pragal y que fue la principal salida de la capital portuguesa hacia el sur hasta que la Exposición Universal sirvió de excusa propiciatoria para erigir la fastuosa pasarela que lleva el nombre de Vasco da Gama. En cualquier caso, y puente aparte, el 25 de abril y sus distintos hitos continúan inscritos en la memoria viva de Portugal y en la luminosa melancolía de Lisboa. La fecha sale al paso a poco que uno recorra sus calles con una mínima atención, y en el imaginario colectivo los floreados militares de aquel día comparten protagonismo con la inmensa figura de un Pessoa al que los lisboetas veneran como una suerte de líder espiritual. Unos meses antes de nuestra llegada allí, un grupo de ciudadanos había interrumpido en el parlamento al primer ministro, Pedro Passos Coelho, interpretando a coro desde la tribuna de invitados el Grândola, vila morena, que en estos tiempos de penumbra ha vuelto a convertirse en un clamor contra la opresión, contra la tristeza, por la dignidad. No merece sufrimiento un país que ha sido capaz de invocar a la libertad con flores y utilizar la poesía como combustible para sus anhelos. Acaso tengan mucho que enseñarnos quienes supieron aprender que la revolución puede ser un puente que une dos orillas distantes y deja su silueta armoniosa recortándose en el horizonte como una hermosa promesa de futuro, como una invitación al porvenir.