Escribí hace un par de años, coincidiendo con el aniversario de la publicación de algunos títulos con los que se oficializó el gran estallido de la literatura latinoamericana más allá de sus fronteras, un artículo que titulé «Contra el boom» en el que algunos quisieron ver un desprecio velado a la figura y la obra de Gabriel García Márquez. No era así –de hecho, en el citado texto declaraba, textualmente, «el cariño que les tengo a Cien años de soledad y al torrencial árbol genealógico de los Buendía»–, pero sí pretendía hacer una puntualización a propósito de ciertas exageraciones que se hicieron entonces y que ahora, con ocasión del triste fallecimiento del patriarca de Macondo, vuelven a darse con machacona insistencia. Se dirá, y acaso sea cierto, que no conviene cuestionar lo establecido en épocas de duelo, pero también es verdad que hay simplificaciones que consiguen quedar instaladas en la memoria colectiva, y aunque Gabriel García Márquez fuese un escritor magnífico cuyo talento supo alumbrar un mundo propio, dotarlo de vida y dejárselo en usufructo a unas cuantas generaciones de lectores, presentarle a él como el escritor en castellano más importante del siglo XX y a su obra más conocida como El Quijote de la contemporaneidad no deja de ser un atrevimiento que denota que, en ocasiones, preferimos recrearnos en la contemplación de los árboles antes que ascender en busca de la perspectiva completa del bosque.
No voy a ocultar el deslumbramiento que me produjo, con dieciséis o diecisiete años, mi primera lectura de Cien años de soledad –cuya frase inaugural, igual que muchos, me sé de memoria–, como tampoco pretendo obviar los buenos ratos que me depararon otras obras de su autor e incluso aquel mismo libro, en las dos o tres ocasiones en que lo he venido releyendo luego. Tengo para mí que es ésa, la fascinación temprana hacia una novela que casi todos estrenamos en los principios de nuestra experiencia lectora adulta, una de las razones que explican su consagración. El segundo gran motivo, vinculado directamente al anterior, tiene que ver con la monumental operación de marketing que rodeó la irrupción del llamado boom en el panorama de las letras hispanas, en el que García Márquez y Mario Vargas Llosa protagonizaron el que probablemente constituyó el primer caso de mainstream a nivel global. El hecho de que novelas de tanta calidad como la mencionada Cien años de soledad, El coronel no tiene quién le escriba, La ciudad y los perros y Conversación en la catedral se vendieran, y se leyeran, tanto, provocó que sus lectores ratificasen la buena impresión extraída de sus páginas con los elogios que éstas recibían de una crítica que saludaba con alborozo un fenómeno literario que lo era no sólo por sí mismo, sino también en relación con su propio contexto histórico.
Puede que entonces no hiciese falta –al fin y al cabo, aún había memoria reciente de ello y todavía no era necesario nombrar algunas cosas; por el contrario, bastaba con señalarlas con el dedo–, pero el paso del tiempo y la repetición de determinadas fórmulas grandilocuentes han llevado a esquinar, en muchos casos, el hecho cierto de que la verdadera revolución no fue la que protagonizaron los muy ensalzados autores del boom, sino aquéllos que, sin saberlo, habían engendrado el fenómeno y que hoy algunos denominan como «del pre-boom». El propio García Márquez, que no tuvo empacho en reconocer que Cien años de soledad era una novela llena de trucos (benditos trucos, en cualquier caso), reconocía la influencia que en él habían tenido Juan Rulfo y su Pedro Páramo, publicada en 1955, doce años antes que la epopeya de los Buendía. Del mismo modo, una obra tan cosmogónica como El siglo de las luces, del inefable Alejo Carpentier, vio la luz en 1962, y fue este mismo autor quien acuñó la expresión «lo real maravilloso» para referirse a la idiosincrasia narrativa de su propio continente. También llevaban ya un tiempo dando a conocer sus escritos Jorge Luis Borges –de quien ya se habían leído Historia universal de la infamia (1935), Ficciones (1944) y El Aleph (1949)– y Juan Carlos Onetti, que había publicado Los adioses en 1954 y El astillero en 1961. No creo que diga ninguna tontería si sostengo que, así como Cien años de soledad supuso un antes y un después para la experiencia lectora de mucha gente, fueron esas obras que acabo de citar, publicadas y leídas con anterioridad, si bien por un público mucho más minoritario, las que revolucionaron realmente las aguas de la literatura y abrieron una senda por las que otros, y antes que nadie los escritores del boom, pudieron caminar con la vegetación convenientemente desbrozada.
¿Fue Gabriel García Márquez, pues, un Cervantes redivivo, un reinventor de nuestras letras, un revolucionario en un sistema literario esclerotizado? En absoluto. Fue, nada más y nada menos, un excelente escritor que supo utilizar las herramientas a su alcance para urdir un universo del que hizo partícipes a unos cuantos millones de lectores. Eso ya es bastante para lamentar su pérdida y rendirle el debido homenaje, pero no puede ser la coartada para incurrir en simplificaciones oportunistas que escamoteen méritos a terceros y conviertan en valerosos descubridores a quienes fueron en realidad, y no es poco, aguerridos conquistadores que, es cierto, tuvieron el valor y la garra necesarios para dejar bien erguido su pendón, pero sobre un territorio que antes habían recorrido otros.