¿Se cometieron errores durante la II República? Evidentemente, sí. Pero esa certeza no invalida la república como régimen de convivencia en democracia, del mismo modo que tampoco justifica a quienes se levantaron contra ella, ni cuestiona los principios que sustentaron un momento histórico cuya naturaleza fue empañada interesadamente por quienes ganaron la guerra, primero, y por los que entendieron que la simple apertura de un debate sosegado en torno a la forma de Estado que habría de consolidarse tras la dictadura podía resucitar viejos fantasmas y terminar propiciando que el abuelo, en plenos postres de la comida de Navidad, se levantase de la mesa para desempolvar el sable. No niego que no fuera así: la Transición no fue un proceso perfecto, pero las circunstancias en que se dio no eran ni mucho menos las idóneas, y probablemente se hizo bastante con evitar que saltasen las costuras de un remiendo que ahora sabemos ineficaz, pero que en su momento quedaba resultón. Lo intolerable es que se pretendiera cerrar la puerta para siempre a la posibilidad de que las generaciones posteriores –aquéllas que ni vivimos la guerra ni tuvimos conocimiento directo del franquismo, para nuestra gran suerte– pudiéramos preguntarnos algún día con qué estructura nos gustaría organizarnos.
Por el contrario, quienes más animadversión muestran ante la idea de una discusión tranquila y argumentada sobre lo que parece ir a convertirse en un abismo eterno suelen argumentar que tanto gasto acarrea un rey como un presidente republicano y que, al fin y al cabo, la monarquía parlamentaria no deja de ser una suerte de república coronada. Con ser esto último más o menos cierto –aunque rotundamente falso lo primero: no sé de ninguna república democrática que asigne un sueldo a los hijos de su máximo representante–, cabría darles la réplica con el mismo argumento: si tan poco se diferencia un rey de un presidente republicano, ¿por qué optar por el primero, que lo es sólo en virtud de una ley tan arbitraria y trasnochada como es la de la herencia, en vez de por el segundo, que al fin y al cabo se elegiría tras elevar una consulta a todos los ciudadanos? Esta cuestión, que entiendo lógica y pertinente, no pretende criticar la labor realizada por el actual monarca ni niega los posibles méritos que puedan tener sus herederos. Simplemente, trata de preguntarse si el actual estado de las cosas tiene que ver con una necesidad real o, por el contrario, emana de la asunción de determinados dogmas que deberíamos ir superando por pura higiene mental. Ocurre que, en este país, el cuestionamiento de lo establecido suele conducir siempre al mismo sitio: el encasillamiento simplista, la acusación nunca probada, la atribución de un presunto afán guerracivilista que recordaría al de aquéllos que, parece ser, en 1931 votaron a los republicanos con el firme propósito de destruir el país donde vivían y en el que crecerían sus hijos.
La II República engendró la que en su momento fue la Constitución más moderna de Europa y quiso materializar un sueño hermoso que se fue al traste de la peor manera posible. Y, pese a los intentos por empañar su memoria, a ella se debieron logros que no por efímeros merecen el olvido. A mí todavía me emocionan las viejas fotografías del Madrid que, en aquel abril, celebró con una fiesta su llegada. Como me emocionó descubrir, hace poco, un vestigio de aquel tiempo que parece mentira que se haya mantenido intacto hasta nuestros días. Se trata de una pequeña fuente que nos encontramos una mañana de domingo Sofía y yo, en un paseo por el Rastro. Caminábamos por la calle de los Cabestreros, una arteria estrecha y llena de emigrantes que comunica Embajadores con Mesón de Paredes, cuando desembocamos en una pequeña plaza presidida por una fuente tan modesta y tan discreta que no nos habría llamado la atención de no ser porque en su frontispicio, grabadas en la piedra, figuraban dos palabras, «República Española» , que daban fe de la época en que había sido colocada. Resultaba inverosímil que en aquel barrio, en su día uno de los más populosos y humildes de Madrid, hubiese conseguido permanecer en pie aquella huella inesperada. Que nadie la hubiese echado abajo ni borrado esa leyenda con la que reivindicaba, orgullosa, su sentido y su procedencia. Imperturbable y digna, la fuente había sobrevivido al paso de los años y la devastación y lucía los galones de su propia memoria con la confianza tranquila que otorga la supervivencia. Tal vez exista ahí, en esa pequeña fuente, una metáfora de algo. Sólo el porvenir podrá decírnoslo.