Il Gattopardo

Para penetrar en su misterio hay que atravesar unas puertas celestiales que a veces pasan inadvertidas en el fragor propio de la calle. Tiene nombre de novela lampedusiana e interiores de oratorio etílico, y entre sus muros se custodian varias décadas de conspiraciones, charlas, secretos y rumores condensados en la amalgama de una atmósfera que envuelve con calidez hogareña e inunda de inesperada fascinación a los neófitos. En los posos de las copas donde se sirven los cócteles, en el fondo de los viejos ceniceros en desuso, reposa la conciencia de cientos, quizá miles, de personas que dilapidaron sus últimos sueños, se entregaron a esperanzas vanas o se dejaron mecer por la rutina sin otro objetivo que el de llegar con vida al día siguiente, lo que puede ser una fruslería o una proeza homérica en función de cómo vengan los tiempos.

Todas las generaciones de mi pueblo han pasado, en algún momento de su andadura, por Il Gattopardo. Todos nos hemos encontrado allí en uno u otro compás de la sinfonía inacabada de nuestra existencia. Todos hemos terminado la noche cantando a coro «Hazañas bélicas» cuando llegaba el arrullo de las primeras luces del amanecer o entrado en él como el náufrago que consigue agarrar, en última instancia y cuando todo parecía ya perdido, un bote salvavidas con el que aferrarse a una ilusoria promesa de futuro. Una vez llegaron a cerrarlo y nos quedamos huérfanos y hasta se convocó una manifestación para exigir la reapertura de lo que no era un simple bar de copas, sino un ambulatorio del alma. Cuando volvió a recibirnos, año y medio más tarde, penetramos en su espacio propicio a las ensoñaciones con la alegría melancólica del hijo pródigo que vuelve a casa tras reconciliarse con la parentela. He pasado muchas veladas en Il Gattopardo y en pocos lugares he sentido como allí el calor de la amistad, de la complicidad, de la camaradería. Sin embargo, la que más me gusta recordar es una de la que no puedo contar gran cosa. Fue hace algunos años, en Nochebuena. Por aquella época, los amigos de siempre andábamos desperdigados por el mundo —siempre hemos estado así, pero entonces llegamos a estarlo más que ahora— y la del 24 de diciembre era la única noche en que recalábamos todos a la vez en la tierra natal, lo que nos llevaba a buscar todas las estratagemas posibles para aprovechar la coincidencia. Me cité con Víctor a la una, en cuanto ambos finalizamos nuestras obligaciones familiares, y los dos recalamos en la mesa que aún sostiene la parte intermedia de Il Gatto. Pedimos un par de copas e iniciamos una conversación que se fue prolongando y con la que, sin percatarnos, logramos detener el tiempo. En un momento dado —si me hubiesen preguntado, no habría cifrado en más de media hora la duración del periodo que había transcurrido desde nuestra llegada—, una camarera se colocó a nuestro lado, dio un par de palmadas al aire y dijo: «¡Las seis!». Algo aturdido por el alcohol —en nuestra mesa se amontonaban los vasos vacíos, el cenicero rebosaba de colillas—, le pregunté a Víctor si pretendía dar a entender que el bar cerraría las puertas a las seis de la madrugada. «No, Miguel», respondió él algo azorado tras consultar brevemente su reloj, «está diciendo que van a cerrar porque ya son las seis de la madrugada». Miré a nuestro alrededor. El bar estaba vacío y el dueño, con una elegancia en la que se hermanaban la complicidad y la experiencia, ya había empezado a recoger sin decirnos ni media palabra. «Se ha hecho tardísimo, vamos». En el exterior el frío de diciembre entró en nuestros pulmones como un arsenal de cuchillas. No recuerdo apenas nada de la conversación que mantuvimos Víctor y yo en Il Gattopardo, aquella Nochebuena en la que hicimos que se detuvieran los relojes; pero puedo intuir que, como todas las que he pasado allí dentro, esas horas inciertas en el filo del solsticio de invierno estuvieron bien empleadas.

ilgatto

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