Quien visita por primera vez la Sagrada Familia se siente inevitablemente atraído por la feroz dialéctica abierta entre las dos fachadas concluidas del templo expiatorio: la de la Natividad, diseñada y parcialmente ejecutada en tiempos de Gaudí, y la de la Pasión, debida a la mano excelsa de Josep María Subirachs. El contraste entre la primera, abigarrada armonización de un delirio místico, y la segunda, fruto entre abstracto y expresionista de una concepción netamente posmoderna de la tragedia y el dolor, no se dirime en el epicentro de un abismo insalvable, como acaso se sospechó en un principio, sino que se aparece como el fruto del diálogo entre dos tiempos históricos cuya síntesis, delicada e imperfecta, halla su consagración definitiva en la piedra.
A Subirachs, que pasó dos décadas emulando a su eremítico antecesor, trabajando y durmiendo en un habitáculo instalado junto al edificio al que dedicaba sus desvelos, no le salió barata la osadía. Una parte importante de la sociedad artística y cultural barcelonesa se le echó encima por su presunta contribución al estropicio que se estaba llevando a cabo con la obra más relevante del arquitecto catalán por antonomasia –recuerdo, a este respecto, un artículo firmado por Sergio Vila-Sanjuán en La Vanguardia y recogido en el volumen Crónicas culturales (Debolsillo) en el que se daba buena cuenta de la polémica– y le afeó su disposición a prestarse al contubernio, máxime cuando él mismo había firmado años atrás un manifiesto contrario a proseguir con unas obras que desde entonces no han dejado de antojarse interminables. Puede que venga al caso preguntarse si la Sagrada Familia continúa siendo propiedad exclusiva de Gaudí o si, por el contrario, es ya responsabilidad y patrimonio de la ciudad que ha adoptado como uno de sus emblemas más queridos la peculiar estampa de un edificio incompleto, el perfil de esas cuatro torres recortando su imponencia bien sobre el horizonte o bien sobre la silueta del Tibidabo. Quizás en la construcción de la controvertida iglesia resida una metáfora tan sutil como extraña acerca de la complejidad de los procesos identitarios, de la dificultad que entraña el amoldamiento de la realidad a las ilusiones estudiadas y plasmadas durante años en planos, en ecuaciones, en las más variopintas hojas de ruta. Tal vez la Pasión de Subirachs enseñe que es bueno oponer las ideas originales a su reverso tenebroso, que suele ser fruto del devenir y la experiencia, para hallar un equilibrio derivado del contraste. Puede que, en el fondo, no estemos aún capacitados para comprender la lección. Tampoco sería raro: hace bastantes años, un escultor contemporáneo labró en las arquivoltas de uno de los pórticos de la catedral de Salamanca la figura de un astronauta como símbolo de la edad contemporánea y reivindicación del papel que deberían jugar las catedrales, testigos silenciosos y a la vez explícitos de sus respectivas épocas; sé de más de uno que se fue de allí convencido de que los canteros medievales eran unos visionarios y de que aquella escultura era una suerte de prodigio premonitorio que había anticipado, con cinco o seis siglos de adelanto y sin que nadie se percatara del fenómeno, el desembarco del hombre en el espacio.